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No. Tarantino no es solo bala y sangre como muchos creen.

Incluso yo, alguna vez así lo supuse. Repelí sus películas por un tiempo hasta que empecé, menos prevenido, a dejarme seducir por la magia de sus singulares producciones. Películas de gran factura, no para todos digeribles, claro está. Pero definitivamente, esmeradas en sus detalles, precisas y envolventes en sus parlamentos, perfectas en su ambientación, sagaz y mordazmente cómicas en su justa medida, excepcionales en su musicalización, e irrefutablemente acertadas en la elección de sus repartos. Como irrefutable ha sido también la evolución de Quentin.

En 30 años, tiempo que aproximadamente ha transcurrido desde que empezó a abrirse paso cual indómito león en la exigente industria del cine, el estupendo cineasta también actor, ha madurado lo indecible. Es mi opinión. No soy un experto en la materia (en absoluto), simplemente amo hurgar en esos detalles únicos de las producciones de Tarantino.

Quentin no solo es cine y espectáculo, no solo es un estilo auténtico y revolucionario, polémico y fantástico, no solo es aquél con quien “cualquier” estrella de Hollywood quisiera trabajar; Tarantino es enigma, misterio, irreverencia por los formatos ordinarios, estupendas asociaciones, el más impredecible de los predecibles, la agudeza del olfato y, ante todo, una acaudalada pasión y conocimiento desbordado por el cine. Su biografía es fascinante; obstáculos por doquier, desafíos que marcaron su vida, oscuros propósitos enfilados hacia su aniquilamiento como artista (todavía vigentes), en fin. A golpe de marea enardecida, Tarantino fue abriendo su arrasador paso reclutando consigo lo mejor de lo mejor, con escoriaciones que aún hoy día sangran de cuando en vez, recordándole cuán resistente es la piel de su trabajo. Inmune como ha sido habitual, a todo. Empezando por la crítica.

Tarantino ha abierto espacios en sus películas de manera prodigiosa; ha extendido la calidad de sus argumentos de forma descomunal. Y su irredento e irrestricto elenco, siempre dotado de gracia. Amén de la madurez que ha adquirido con los años, las velas de la gloria se le encendieron muy rápido en Pulp Fiction (1994), con tan solo 30 años Tarantino escribió y dirigió esta producción rompiendo hábilmente paradigmas suficientemente conocidos. Historias paralelas que se cruzan, un reparto de lujo y la selecta musicalización perfectamente adaptada. Una producción que no puede faltar en la colección de aquellos amantes de la buena música, la grandilocuencia de un gran monólogo y la exigencia en la interpretación.

Personajes como Mia Wallace (Uma Thurman), Jules Winnfield (Samuel Jackson) y Vincent Vega (John Travolta), sin restarle crédito a otros grandes, hacen de esta comedia negra un platillo exquisito y muy bien fabricado.

Dos años antes incluso, ya Tarantino se había aventurado con Reservoir Dogs,  un film ridículamente obtuso para algunos, limitado en sus recursos escenográficos y temáticos, pero del que hoy todavía se habla, ya que para muchos, fue el debut con el pie derecho de Quentin. Y cómo no lo iba a ser, si al frente estaban Harvey Keitel (un señor actor de créditos indeclinables desempeñando un rol que cautivó tanto como su personaje, muy bien definido en Pulp Fiction), Tim Roth quien todo lo deja en cada interpretación -sobresaldría en Pulp Fiction también, y en The Hateful Eight– , y el sinigual y nunca bien ponderado Steve Buscemi de una actuación magistral, siempre, en cada personaje de hecho. Una película sí, quizá limitada en los recursos escenográficos, más no sensoriales, pues Tarantino, aun filmando sin salir de un solo ambiente (The Hateful Eight, por ejemplo), atrapa, trasladando sensaciones de un personaje a otro y de este al espectador excitado, de una manera encomiable.

Continuando con este breve repaso de algunas de las “partituras tarantinas” me detengo en Jackie Brown (1997) -inspirada en la novela Rum Punch de 1992- una producción banal en algunos de sus apartados, pero con una trama que sugestiona y atrapa hasta al final a aquél que, como es característico en las películas de Quentin, espera anhelante que las cargas se equilibren. En esta oportunidad, ver trabajando juntos a Robert de Niro, Bridget Fonda, Robert Forster y el infaltable ecuménico de Samuel L. Jackson, es algo que no cualquiera debería perderse. Pues, menester sea resaltarlo, no es solamente ver tan reconocido talento trabajando junto, sino, explotando juntos el importe del ingenio “Tarantino films”.

Llegaría el siglo XXI, siglo de oro a mi modo de ver para el productor estrella que hoy exalto desde estas líneas, con la saga Kill Bill (Vol. I y II -2003-); una deliciosa panacea cinematográfica para los aficionados no solo por “la sangre”, sino por la sangre con argumentos; con una trama que enamore, una historia que haga hervir y atrape al público. Y Kill Bill esa expectativa la rebasa con creces. El sabor más dulce y azafranado de la venganza, la agonía de creerlo todo perdido, la resiliencia a flor de piel, la abominable ironía, la resistencia a desfallecer, la frialdad descomunal, el valor de la paciencia, la fuerza de la enjundia y el placer de la gallardía, en fin; un cóctel de sensaciones resarcibles y macabras que atrapan con saña y garbo a la vez. Un reparto espléndido e inmejorable: vuelve y juega, una Uma Thurman arraigada a un personaje simplemente genial; David Corradine, siempre encantador; Michael Madsen, puntual en su roles (tal como lo hizo en Reservoir Dogs),  Lucy Lu, Daryl Hannah y Julie Dreyfus, cada una mejor que la otra y, en fin, con la complicidad de todo un elenco sensacional y, de nuevo, el recrear cada escena con un ensimismamiento musical preciso más unos diálogos fascinantes y el encanto de la diversidad idiomática, hacen de esta película, un homenaje fantástico a las artes marciales orientales, la destreza samurái y demás.

Con algo más de 40 años, Tarantino vuelve a romperla con Inglourious Basterds, una de mis predilectas sin lugar a duda; impecable cinta de “ficción ucrónica” le llamarían los expertos; es decir, que recrea un evento cierto del pasado con matices propios que se desmarcan de su versión original sin abstraerse mucho de un marco general. Una bomba de película, a mi gusto. Multiplicidad de lenguas, personajes grandiosos, escenarios de una excelencia incontrovertible en su acondicionamiento, esmerado Tarantino como nunca (o como siempre, debería escribirlo) en cada detalle, unos parlamentos categóricamente magníficos, musicalización soberbia y artistas empoderados en sus personajes que expelen talento en cada línea. Talento que atavía la sindéresis en cada gesto e intervención “histriónica”  de Cristoph Waltz quien interpreta al coronel nazi “Hans Landa”; definitivamente un actor de reconocidos quilates que repite laureles en Django Unchained (2012).

Una nómina extraordinaria de artistas empezando por Brad Pitt, Waltz, Melaine Laurent, Michael Fassbender, Til Schweiger, Diane Kruger entre otros, recrearon esta producción, la más galardonada hasta ahora, de todo el repertorio Tarantino.

Remato esta extensa columna elogiando una manufactura más de este extraordinario director, productor, guionista, editor y actor de 57 años nacido en Knoxville Tennesse, no sin antes resaltar que aún no he visto la última producción suya (Once Upon a Time in Hollywood) de la que ya la crítica lleva salivando y embebiéndose varias semanas. Sin temor a equivocarme me adheriré a los aplausos.

Podría extenderme todavía mucho más escribiendo sobre las asociaciones y simbolismos que entre sí teje Quentin (tras bambalinas) entre cada una de sus producciones, pero lo más prudente es dedicar para ello un nuevo post.

Entre tanto, no lo piense dos veces y déjese seducir por el sortilegio de Quentin Tarantino.

 

 

 

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