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Una de las noticias más importantes de los últimos días en Colombia ha sido la detención del General del Ejército Rito Alejo del Río por supuestos vínculos con grupos paramilitares en Urabá y, específicamente, por los hechos ocurridos en la región de Cacarica. Allí unos mil campesinos tuvieron que abandonar sus tierras en 1997, luego de una operación militar.
Los campesinos permanecieron en el coliseo de Turbo por casi tres años. Allí comenzaron a preparar el regreso a sus cultivos. Con ayuda del Gobierno colombiano y de organizaciones extranjeras lograron hacerlo, a pesar de las amenazas de los paramilitares.
En marzo del 2001 viajé a Turbo y de allí, por los ríos Atrato y Cacarica y por una trocha fangosa, hasta los asentamientos recién construidos por los desplazados en medio de las ruinas de sus antiguas viviendas. Este relato intenta aproximarse al ambiente que se vivía en esos años en el poblado. Se respiraba una extraña mezcla de optimismo, alegría, zozobra, esperanza y miedo. 
 
 
LOS RETORNADOS DEL CACARICA
 
El anzuelo de Yasmaira Reyes Bertel, con una lombriz en la punta, vuela desde el barranco y se clava en un recodo manso del río Peranchito, junto a las chamizas de un roble seco que cruje con el viento. Yasmaira sonríe con sus dientes blanquísimos y mueve un poco la varita sobre la corriente.
A esa hora, el caserío despierta con algarabía de loros picoamarillos y canto de cucaracheros y caracoleras. Junto a Yasmaira, una docena muchachos, casi todos de pantaloneta y torso desnudo, intentan pescar lo del desayuno. 
Las mujeres del pueblo atizan el fogón, lavan la loza o parten leña. Los hombres afilan sus hachas, alimentan las mulas o reparan los trasmallos.
Así son las madrugadas en Esperanza en Dios, un caserío conformado por cuatro hileras de ranchos de madera y techos de zinc y palma. En este lugar de las selvas chocoanas se refugian 700 de las casi 1. 500 personas que hace dos semanas regresaron a su territorio, cuatro años después de haber sido desplazadas.
Los campesinos dicen que en los operativos militares que los expulsaron de su tierra participaron helicópteros artillados, aviones de combate, tropas antiguerrilla y paramilitares. La denuncia está siendo investigada por la Procuraduría delegada para los Derechos Humanos.
Tras la huida, unos dos mil desplazados se dispersaron o crearon grupos para exigir reubicación en Turbo. Los campesinos de 23 comunidades negras se organizaron en el Consejo Comunitario de la cuenca del río Cacarica, y en abril del 98 le presentaron al presidente Pastrana un documento de cinco puntos para regresar al Chocó: titulación colectiva de tierra, creación de asentamientos, protección no armada, desarrollo comunitario y reparación moral.
Luego establecieron cinco principios de convivencia para la comunidad: verdad, libertad, justicia, solidaridad y fraternidad. Con mucha insistencia consiguieron que el Estado conformara una comisión mixta de acompañamiento y se comprometiera a facilitar las condiciones para el retorno.
Para esa época, algunas organizaciones no gubernamentales, nacionales e internacionales, como Brigadas Internacionales de Paz y Justicia y Paz comenzaron a capacitarlos y a acompañarlos día y noche para espantar el miedo a los paramilitares.
“Nos han matado a 75 personas y hay 7 desaparecidos, dice Eusebio Mosquera*, un líder de Esperanza en Dios. Durante el desplazamiento hubo 6 muertos, a los demás los mataron en Turbo, los buscaban en las fincas donde jornaliaban, en la calle, o cuando acompañaban a las mujeres a lavar ropa al río”, agrega.
Los desplazados del Cacarica no se amilanaron y siguieron trabajando para retornar a su tierra. En octubre del 99, ochenta campesinos, hombres y mujeres, los más curtidos en las faenas de la selva, atravesaron el golfo de Urabá en una panga de madera, y remontaron los ríos Atrato y Perancho. Los acompañaban representantes del Gobierno y de Ongs.
La travesía demoró más de doce horas. A veces descendían de la panga para aserrar los troncos que les obstruían el paso. Hacia las nueve de la noche llegaron al antiguo caserío de Puerto Nuevo. La selva se había tragado todo.
Algunos durmieron en las ruinas de la escuela, la única construcción que sobrevivió a la operación que los sacó de allí. Los demás amanecieron atrapados entre el barro, aferrados al tronco de algún árbol, espantando nubes de zancudos.
Durante 22 días descuajaron monte, sembraron arroz, maíz, plátano y yuca, y levantaron ranchos de palma. Así se inició la construcción de Nueva Vida, uno de los dos asentamientos que albergan a los retornados, como se llaman a sí mismos.
Luego abrieron una trocha de casi diez kilómetros hasta encontrar las ruinas del caserío El Limón, que en adelante se llamaría Esperanza en Dios. Otra vez tumbaron monte, construyeron ranchos y abrieron dos zonas de cultivos.
Pupitres por la trocha
Los exploradores regresaron a Turbo al cabo de 45 días. Otros 30 campesinos los reemplazaron a partir del diez de enero y en febrero del 2000 arribaron a los asentamientos las primeras 270 personas que se quedarían definitivamente.
Los últimos retornados llegaron el pasado 28 de febrero a los dos asentamientos. A los de Esperanza en Dios les tocó romper selva, pues la pala draga que había prometido el gobierno para hacer navegable el río durante el verano, apenas llegó hace una semana, con más de un año de retraso.
Por esa razón, los campesinos deben cargar al hombro, por una trocha de cinco kilómetros, los botellones de agua potable que compran en Turbo y la semana pasada subieron, jadeantes, los 200 pupitres e igual número de asientos para la escuela que espera iniciar clases a principios de abril.
En Esperanza en Dios declararon monumento las ruinas calcinadas del rancho de Clementina Valencia, se organizaron en combos para sembrar, aserrar, transportar, cocinar, construir, conseguir leña y todo lo que requieren los nacientes caseríos.
Los domingos se reúnen en el kiosko comunitario para hablar de sus vivencias, necesidades y proyectos. No volvieron hacer fiestas porque consideran que el país está de luto y declararon que no quieren a nadie armado dentro de su territorio, incluido el Ejército.
Los dirigentes flanquearon los caseríos con grandes pancartas azules de letras rojas, en las que consignaron, entre otras cosas, que no participaron en las hostilidades, no prestan apoyo a operaciones militares, no portan armas y no dan información a las partes en el conflicto.
También instalaron banderas blancas en los techos de algunas casas que ellos mismos construyeron con ayuda estatal y madera de la selva.
Los habitantes de Nueva Vida y de Esperanza en Dios, se consideran un movimiento de resistencia civil en medio de la guerra. Están convencidos de que el conflicto no se acabará porque hay demasiados ojos puestos en las riquezas escondidas en el subsuelo de las 103.023 hectáreas que les escrituró el Gobierno.
Su mayor miedo proviene de las amenazas que les hacen los paramilitares, quienes vigilan día y noche el río Atrato y controlan la entrada de alimentos.
Por eso nunca salen de su tierra sin sus acompañantes de las Ongs colombianas y extranjeras. Incluso los funcionarios estatales que acompañan el proceso han recibido amenazas de las Autodefensas.
“En Turbo (los paramilitares) nos hicieron saber que apenas estuviéramos todos juntos iban a venir a masacrarnos “, dice Pedro Rodríguez, otro líder de los retornados.
Ellos, sin embargo, piensan que si los armados los dejan, pueden sobrevivir al conflicto. Y no piden mucho para hacerlo: “Sólo queremos sembrar plantas, criar animales y criar a nuestros hijos”, dice Juana Mosquera, una mujer que aún despierta sobresaltada en las noches de tempestad, pensando que los armados llegan de nuevo por ellos.
*Los nombres fueron cambiados por razones de seguridad. 
NOTA: La foto corresponde a una visita que hizo dos años después de mi viaje el fotógrafo de EL TIEMPO-MEDELLÍN, Javier Agudelo.
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PERFIL
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La gente es la principal motivación en mi oficio de contador de historias. Sobre todo la gente que ríe y llora con cada latido de este país. Los he hallado en caseríos fantasmales, arrinconados por la violencia; enrumbados en jolgorios indescriptibles; los he visto perseguir cada peso, de día o de noche, o celebrar con cerveza por la nueva hilera de ladrillos que pegaron en la casa que levantan durante años con sus manos... he intentado escribir para la memoria durante 24 años de periodismo, 18 de ellos en EL TIEMPO. Nací en una vereda de Popayán, soy de ancestros nasa o paeces. Tengo algunos reconocimientos por mi labor periodística, entre ellos cuatro premios nacionales de periodismo, el Premio Excelencia Periodística de la Sociedad Interamericana de Prensa, SIP, 2007 y el Premio Rey de España en Periodismo Digital-2007. He publicado tres libros de historias urbanas. Pueden escribir a: josenavia@hotmail.es

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Comienzo por lo que me trajo aquí:



Me encantan, estos avances. Me encantan.

The interpreter (para nosotros, La intérprete, y como cosa rara, el título en español significa lo mismo que en el idioma original) es un filme dirigido por el estadounidense Sydney Pollack, estrenado en cines en dos mil cinco. El guión condujo a Pollack a grabar en las propias instalaciones de la ONU (localizadas en territorio internacional dentro de Nueva York), una historia con tintes políticos que recuerdan la situación más o menos reciente del actual presidente de Zimbabwe.

Estaba viendo hace unas horas cierta película francesa realizada exclusivamente para televisión hace unos años, no muy conocida por cierto, y me asaltó una duda que tenía desde hace un tiempo y que se avivó luego de ver La intérprete. La duda es la siguiente:

Lo más seguro es que todos conozcamos el aviso que aparece, usualmente escondido al final de los créditos de algunas películas, que dice lo siguiente, palabras más, palabras menos: "Los hechos relatados en esta película son puramente ficticios y no deben relacionarse con eventos pasados, actuales o futuros. (...) Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia."
Yo me pregunto: luego de ver una película que parece un documental acerca de una situación actual, ya sea ésta una realidad o no, ¿qué sentido tiene recurrir a este mensaje, si de cualquier manera los espectadores van a hacer la relación?

Es claro, hay que decir, que no todo el mundo tiene por qué captar estos parecidos. Pero los que sí los captan, lo comunican a los demás, y al final la película pasa a verse como lo que realmente es: una crítica por parte del realizador hacia una situación en particular. Punto. No importa qué tan imparcial se pretenda ser, haciendo uso del mencionado avisito.

En fin, no entiendo esta actitud, si de verdad algunos pretenden protegerse bajo dicho mensaje. Quisiera creer que lo colocan no porque no pretendan dar la cara luego de dar la opinión, sino porque es una especie de requisito, un asunto legal de obligatoria aparición al final de todos los créditos de todas las películas de todos los géneros. Aunque al final, sólo quien tuvo la idea de escribir la historia como quedó escrita es quien sabe qué opinión tiene.

Él y sólo él.

-

Sobre la película, hay un dato lingüístico interesante; se creó un lenguaje nuevo (lo llamaron "Ku"), con sus propias palabras, conjugaciones, reglas... es decir, un lenguaje aparte, sostenible por sí solo, basado en lenguajes existentes en el sur de África, pero que "aunque sería reconocido por habitantes de la zona (...), los confundiría", debido a su estructura gramatical, leo por aquí. En todas partes encuentro que el creador de este lenguaje es Said el-Gheithy, director del Centre for African Language Learning en Londres. En general, no encuentro muchas críticas positivas para la película, pero a mí me gustó.

Me encanta leer la columna Contravía, escrita por Eduardo Escobar. Y la de hoy termina con una reflexión que encuentro parecida a cierto diálogo de La intérprete. Aquí va el diálogo, para terminar y dejar de ocupar su tiempo, estimado lector. Lo traduzco burdamente, pero espero que se mantenga la idea.

Silvia Broome: (...) Siempre que alguien pierde a un ser querido, quiere vengarse de alguien más, o de Dios, a falta de alguien. Pero en África, en Matobo, los Ku creen que la única manera de poner fin al dolor es salvando una vida. Si alguien es asesinado, luego de un año de duelo se realiza un ritual llamado "la fiesta del ahogado". Se hace una fiesta durante toda la noche, junto al río. Al amanecer, el asesino es montado en un bote. Se lleva al agua y se le tira allí, amarrado, para que no pueda nadar. Entonces la familia doliente debe tomar una decisión; pueden dejar que se ahogue, o pueden lanzarse a salvarlo. Los Ku creen que si la familia deja que el asesino se ahogue, se hará justicia, pero pasarán el resto de sus vidas de duelo. Pero si lo salvan, entonces admitirán que la vida no siempre es es justa, y a cambio ese acto los liberará del dolor.


dancastell89@gmail.com

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2 Comentarios
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  1. numerocerofenix

    Cuan dificil resulta a veces simplemente vivir. Leo tristeza y miedo, pero también esperanza. La gente que se sobrepone en las peores circunstancias me devuelve la fe.
    En cuanto a las partes en conflicto tengo menos fe que la que tengo en la gente. Leo muchos titulares de detenciones pero veo pocos cumplimientos de condenas a la medida de los delitos.
    Lo importante no son los comienzos de cada caso sinó los finales.
    Un saludo
    ——–

  2. Josenavia, felicitaciones por su nota, que es un relato lleno de ternura en medio del ensombrecedor tema. Nuevamente se ha dejado en evidencia el drama diario de nuestros desplazados sin entrar en el morbo del relato amarillista.

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