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Me sentí desmayar. Tenía a cuestas 1300 kilómetros, la experiencia de sufrir una silla poco cómoda de autobús y casi 16 horas sin probar bocado: la distancia bestial que separa Brasilia (sede del segundo juego de la Selección) y este tercero en Cuiabá. Pero el desfallecimiento no era por hambre y mal dormir. No. Era por el cuarto gol de Colombia, el del 10; el de nuestro James. Sentí que me faltaba el aire y dejé de gritar. Me senté: a mi alrededor 40.000 compatriotas con sus caras pintadas y enrojecidas de la dicha no paraban de saltar. Abajo, 11 hombres nos honraban con el sudor de su camiseta.

En Cuiabá
Ahora, en la sala de prensa y luego de vaciar los salgados de la vitrina, empiezo a entender todo. Bueno, eso creo. Tengo la tesis de que ese mareo fue por la novedad ¿Entienden? Estoy (estamos) estrenado alegría. Nunca antes en la historia nacional un júbilo semejante atravesó las fronteras de lado a lado. No sé si en la Guerra con el Perú en 1933 o con el título de la Copa América de 2001 hubo una exaltación tan unánime. Ya sé: el 5 x 0 a los argentinos (y el 1 x 1 a Alemania) fueron momentos mágicos de comunión nacional. Fueron paréntesis para un gran abrazo que nos hizo olvidar tanto conflicto y división política. No obstante esos acontecimientos fueron de partidos específicos y por tanto más aislados y fugaces. Puros oasis.

Pero lo de hace un par de horas fue diferente. Hace parte de un proceso que se remonta al inicio del comando técnico de Pekerman al frente del combinado de mayores. Con la llegada del argentino la ilusión huyó de la mezquindad de la utopía y se instaló en la tierra de lo posible. Y esa tierra (ya no prometida) tiene nombre propio: la patria mayor del amazonas. Ni más ni menos que la nación del fútbol. El territorio del Penta.

Fueron cuatro tantos. Cuatro anotaciones al pesimismo. Un cuarteto de goles al complejo histórico que signa nuestra mentalidad en la cotidianidad. Dejamos atrás a la patria de la civilización occidental, a la fortaleza encarnada en los africanos y a la tercera economía del planeta. Nos metimos de primeros e hicimos una campaña perfecta: 9 de 9. Y eso que nuestro mejor artillero en la historia -Falcao- no pudo recuperarse.

Y encima entró Farid: cuando eso pasó no pude contenerme. Lloré. Sé que es una tontería. Esto es apenas fútbol, pero la ovación en el estadio, las palmas pedidas por el propio David Ospina y la emoción de niño del turco al pisar el gramado del Arena Pantanal me doblaron. Grande Mondragón: ya ingresó en los anales del fútbol. Es el golero más longevo -43 años- en defender una cabaña en una Copa Mundo. Compartimos ese momento con él. Fue el postre sobre la torta. Gracias don Néstor por ese detalle que celebró un país.

Se viene Uruguay. La serpiente más venenosa del jardín. El hueso más difícil de roer. Con ellos no sólo hay que jugar fútbol: hay que lucharlo, pelearlo. Meter. Duelo fratricida de las dos selecciones más igualadas en la zona. Mata- mata de los dos combinados que han disputado el último cupo en el repechaje. Además ellos tienen Luisito…

Cierro los ojos y lucho por grabar todo. Estos momentos son los que quiero recordar siempre: el de un país festivo, unido y optimista ¿Será que este sueño se puede prolongar? Lo dudo. El fútbol es poderoso, pero no tanto. Cierro la persiana y me voy a celebrar… afuera la calle arde de pasión tricolor.

Pueden seguirme minuto a minuto de este periplo en @quitiman

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PERFIL
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David Quitián es padre de Luna, seguidor de la "Mechita", latinoamericano hasta los tuétanos y sentipensante de la Colombia profunda. Es sociólogo y magíster en antropología de la Universidad Nacional de Colombia y PhD en antropología por la Universidad Federal Fluminense (Brasil). Sus trabajos más destacados indagan sobre los cruces del deporte, las identidades/alteridades y las violencias. Se desempeña como investigador y profesor universitario en Villavicencio. A Quitiman lo puede seguir en Twitter en @quitiman

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