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Quisiera tener un titular amable para cerrar este 2016; sin embargo, eso implicaría que mi última columna olvidara las miles de vidas que tienen poco o nada bueno que decir de este año.

Pero no me malinterpreten. No soy en absoluto una desesperanzada fatalista. Es más, soy consciente de que el 2016 trajo consigo noticias alentadoras para un futuro cercano, como que la mortalidad infantil disminuyó, la población de tigres aumentó por primera vez en 100 años, el crimen en el mundo bajó en las últimas dos décadas, la supervivencia al melanoma se elevó a un 40% y el agujero de la capa de ozono cerró 4 millones de kilómetros cuadrados; entre muchos otros sucesos positivos que podrían enlistarse aquí.

Así que ante el aparentemente apocalíptico título solo puedo excusarme diciendo que me siento todavía en la obligación de hablar por aquellos que han sido tragados por la tierra. Aquellos que quedaron hundidos en las entrañas de la selva y que no pueden nombrar, por ellos mismos, las penurias de su viaje.

Aunque parezca una historia de ficción, hoy, en pleno siglo XXI hay todavía caminantes que cruzan continentes cortando la espesura de los montes y nadando contra el caudal de los ríos… y, como si fuera poco, ya no llegan como colonos de una “nueva” tierra; pisan ahora como esclavos de sus propias violencias.

Ellos son los inmigrantes, nómadas por obligación; en su mayoría venidos de África y Asia que por las duras fronteras migratorias de Europa realizan un homérico viaje hasta el sur de América para llegar a México e intentar pasar a Estados Unidos.

No es difícil pronosticar entonces cómo termina este viaje pues, evidentemente, Estados Unidos es todo menos el sueño americano para los venidos de tan lejos. Allí, el gran muro los repele y con un sello de deportado son devueltos, después de tanto sufrimiento, a sus países maternos.

Desafortunadamente, muchos hacen hasta lo imposible para encontrar un país de acogida, aunque sea por un tiempo, pues sus propios lugares de procedencia ya no ofrecen seguridad para echar raíces.

Ahora, la pregunta sería ¿qué es hacer hasta lo imposible? porque debo confesar que me ha venido atormentado, por un tiempo ya, la idea de que países con la capacidad económica de duplicar y hasta triplicar el número de refugiados que reciben no lo hagan escudándose en los prejuicios de que los extranjeros son, normalmente, más violentos, más drogadictos, más “vagos”, más misóginos, etc.

Tal vez, lo que realmente le molesta a estas “superpotencias” es todo el camino de ilegalidad que los inmigrantes tienen que recorrer antes de encontrar asilo. Desde luego, ese camino oscuro no tendría que ser tomado si las fronteras fueran más laxas para aquellos que están escapando de la violencia de la guerra; pero como el inmigrante es tratado como un delincuente se ve usualmente obligado a codearse con los verdaderos.

Primero los falsificadores o, como he decidido llamarlos, los vendedores de sueños. Estos tipos que regados a lo largo de países como Camerún, Eritrea, Somalia, Kenia, Siria, India, Bangladesh, Haití y, cientos más, ofrecen la “Green card” y todo un plan de viaje y estadía en los territorios donde es más fácil sobornar a los policías y cruzar sin ser perseguidos. Claramente, no se trata de redentores sin precio, es más, su precio puede ser tan alto que muchos, como en Alepo, deben quedarse a sabiendas de que la muerte respira cerca.

Luego los contrabandistas o carteles de la droga. Después de bajar de un hacinado bote los sobrevivientes quedan a la deriva con una sola indicación, aléjense de las grandes ciudades y crucen por donde las fronteras no estén delimitadas. Es decir, sigan el camino de los ríos y las selvas y pidan ayuda a sus pobladores. No les sorprenderá entonces que quienes se ofrezcan a ayudar, no desinteresadamente, sean las guerrillas, carteles de la mafia, contrabandistas y extorsionistas que, al igual que los inmigrantes, deben esconderse en la profundidad en donde el Estado no tiene presencia o la presencia es fácilmente corruptible.

Finalmente cuando el inmigrante logra superar este camino, que parece sacado de La Vorágine de José Eustasio Rivera, cuando ha sopesado no solo los males humanos sino la más agreste naturaleza, toca a la puerta de Estados Unidos o de algún país europeo y la respuesta, eventualmente, no es amable al igual que mi titular.

El propósito para el año que viene debería ser no hablar con tanta ligereza, porque si bien las cifras de Seguridad Nacional de Estados Unidos aseguran que el 36.7 de las sentencias federales son de inmigrantes ilegales, también una investigación del New York Times encontró que en los últimos 10 años casi 200 empleados contratados por el mismo Departamento de Seguridad han recibido más de 15 millones de dólares en sobornos. Esto, por supuesto, hace repensar la efectividad de una frontera cuando el camino de la ilegalidad parece trazado por las trabas humanitarias y no por a los que se acusa de recorrerlo.

Espero que para el 2017 Rivera no tenga de nuevo la razón y que su ya tan citada frase no sea siempre vigente “…jugué mi corazón al azar y me lo ganó la violencia”.

Que sea para ustedes un ¡Feliz año nuevo! y una no tan devoradora tierra.

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Algo he aprendido del Periodismo y de la Literatura y es que no son profesiones, oficios o prácticas, son vocaciones ligadas a un amor inmenso por la sociedad y, sobretodo, por las historias. El periodista entrega su vida a las letras, igual que el literato. El primero, es un intermediario de los tantos muchas veces silenciados, y el segundo es un ladrón de realidades. Por mi parte, como estudiante de ambas, me declaro una eterna enamorada de este estilo de vida, y desde ya prometo entregarlo todo a la curiosidad y a la búsqueda de relatos.

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