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Por F.M.J.

porroalparque

Todos los que tuvimos la oportunidad de asistir al festival de música gratuito más importante de Bogotá (algunos dicen que de Latinoamérica), notamos un cambio. Algunos seguramente estaban demasiado turros para darse cuenta de esto, pero es indudable que hemos progresado.

No podría precisar cuál es el verdadero núcleo de dicho progreso, si la sociedad, si la cultura, si la ciudad, si los asistentes, si los policías, si los de logística. Es difícil saberlo. Lo importante es resaltar las que considero manifestaciones de esta notable evolución.

En primer lugar, la entrada resultó más organizada y veloz, la requisa de la policía esta vez no parecía tanto un show de striptease, tan solo un par de preguntas y pa’ dentro. Seguramente algunos debieron soportar una inspección más profunda, dependiendo de su cara de busca-problemas o la longitud de su melena. Sin embargo, la sensación que me dejó el acceso no estaba tan cerca de una cárcel como en ediciones anteriores.

En segundo lugar, nunca antes en la historia de Rock al Parque se había permitido (al menos no de manera oficial) la comercialización de una bebida alcohólica. En esta ocasión, Bavaria obtuvo el permiso, que llevaba 20 años esperando, para vender su cerveza a los asistentes. El quid del asunto es que se trataba de una Águila sin alcohol.

20 años atrás, en los albores del festival, nadie habría podido imaginarse esta escena y seguramente habría sido mal recibida por los rockeros de antaño, fieles a la noble tradición de tomar cerveza con el fin de emborracharse y terminar dándose puños con algún hermano de la congregación metalera.

Me atrevería a decir que los rockeros de ahora parecen diferentes. La nueva generación acogió entusiasta la invitación a ser mesurados, a conservar todos sus dientes, a no tener que pasar por la UPJ. Los jóvenes metaleros, punkeros, rockeros, alternos, etc., hicieron pacientemente la fila de media hora para comprar un vaso de Águila sin alcohol. De esta manera se bebieron incontables litros de cerveza, las peleas prácticamente desaparecieron, Bavaria pudo introducir exitosamente su nuevo producto, al Alcalde se le llenó el chuzo y todos contentos.

Sin embargo, en medio de la euforia colectiva de algunas presentaciones a las que asistí, una interrogante surgía en mi cabeza. Si la cerveza no tenía alcohol, y la venta de aguardiente se notaba tan escasa (el pico más bajo en la historia del festival), ¿Por qué estaba todo el mundo tan contento?

Y entonces, como una epifanía, el viento me trajo la respuesta: cannabis. Toneladas de porro (de esas que muestran en el noticiero cada decomiso) fueron fumadas durante Rock al Parque por un enorme porcentaje de los asistentes, que convirtieron esta planta de hojas agudas (y connotaciones aún más agudas) en el ambientador oficial del festival.

Todos la olimos. Los músicos, los oyentes, los policías, los de logística, los enfermeros, los periodistas y los técnicos.

Y entonces esta primera interrogante dejó lugar para una más grande: “¿Será posible que el ambiente de ‘sana convivencia’, de buena vibra, de buen comportamiento, esté determinado de alguna forma por el hecho de que prácticamente todo el mundo que me rodea está ‘turro’?”

Puedo dar testimonio haber visto fumando a los punkeros, a los metaleros, a los rastas, a los hipsters, e incluso algunos padres de familia con melenas grises. Todos compartían el instante en armonía, como si pudieran olvidar por un momento sus rencillas tradicionales, esas razones que en la calle los llevaría a los puños de forma inevitable.

Algunos dirán que el catalizador de este fenómeno social no fue la marihuana. Dirán que es el progreso económico del país, la reducción de la pobreza, el avance del sistema educativo, las leyes de Uribe o de Santos.

Habrá que esperar hasta el otro año para realizar un nuevo muestreo de datos sobre la conducta de los asistentes a Rock al parque y seguir trabajando en esta interrogante, que genera hoy tantas opiniones diversas y que tiene pensando a Colombia, del presidente pa’ abajo, sobre cómo integrar en nuestra sociedad a esa planta de hojas agudas, que fumaron cuando jóvenes los que hoy son viejos y se encuentran en el poder con la capacidad suficiente para lograrlo.

Luck and death.

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Los diez mandamientos del taxista

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– No gritamos “¡Independencia!” pero si gritamos “¡Gol!”

– Viendo en vivo el ébola, el conflicto de Gaza y la bacteria más peligrosa del mundo

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