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Aparentemente, por estos días todos quieren con la del 91. Si bien ya no es la adolescente idealista e hiperactiva que irrumpió en el escenario político y jurídico colombiano para precisarse de inaugurar un nuevo capítulo en la historia del país en tanto una de las más novedosas y garantistas de su especie, aún se trata de una joven de 24 años que está creciendo y tiene mucho por aprender. Y últimamente, con la irrupción de la paz como el tema en vogue a propósito de los destinos de Colombia, parece ser que hay más de un pretendiente dispuesto a hacerle algunos ajustes, o incluso a cambiarla por otra más cercana a sus gustos.

Hace un par de semanas el fiscal Montealegre propuso realizar una profunda reforma a la justicia través de una asamblea constituyente, en la que a propósito de los diálogos de paz y con el fin de desarrollar mecanismos de justicia transicional, se contara con la participación activa de las Farc. Mucho antes, el gobierno ya había sugerido la posibilidad de que los acuerdos alcanzados en La Habana se cristalizaran a través de una instancia de dicha naturaleza, en la que según el ministro Cristo, se podrían discutir algunos “asuntos concretos” con la condición de que no se tocase la agenda política del gobierno. Por su parte, el grupo insurgente nunca ha ocultado la simpatía con un eventual proceso de reformulación del proyecto político del estado a través de una constituyente en la que obviamente, ellos fueran partícipes en proporciones importantes. Y para rematar esta escena, el activo senador del Puro Centro Democrático José Obdulio Gaviria también sostuvo hace poco que su movimiento político siempre ha visto con buenos ojos una reforma a la justica por este medio; eso sí, dejando claro que se debía dejar fuera de la discusión a los “grupos narcoterroristas”, con quienes no se puede negociar nada relacionado con el modelo del país.

Ya sea porque se desee implementar una reforma a la justicia que remedie problemas de naturaleza estructural o se quieran implementar los resultados de un eventual acuerdo de paz con las Farc a través de una Asamblea Constituyente, lo cierto es que las discusiones sobre la naturaleza y continuidad de nuestro actual modelo constitucional adquieren una intensidad que por última vez se había experimentado a finales de la década de 1980, precisamente cuando la actual carta política vio la luz. ¿Previsible? Tal vez, teniendo en cuenta que el ambiente político es propicio para los ajustes a gran escala, a propósito del proyecto de construcción de paz y justicia transicional iniciado por la administración Santos. ¿Recomendable? Creo que nos enfrentamos ante una situación riesgosa para la democracia y la institucionalidad, e innecesaria para los propósitos que se le quieren endilgar, como pasaré a explicar.

La idea que quiero dejar muy clara a través de esta entrada es que la Constitución de 1991 es, per se, un acuerdo de paz para Colombia que trasciende las negociaciones de cese de hostilidades individualmente consideradas, como las que se llevaron a cabo con el M-19 y otras guerrillas en los noventas, o como las que actualmente hay con las Farc y tal vez, con el ELN. La clave aquí es entender que nuestro conflicto va mucho más allá de las confrontaciones militares entre bandos insurgentes y el estado, y que en realidad se trata de un conflicto social.

Desde que fue parida a través de un proceso de independencia principalmente motivado por factores económicos, Colombia ha sido un estado fragmentado en el que muchas identidades e intereses se amalgaman o contraponen, y no una nación homogénea como se ha tratado de predicar. Somos el resultado de una guerra y nuestra naturaleza es el conflicto debido a que somos bien diferentes. La imagen de un estado en el que todos somos ciudadanos libres e iguales aparece como una utopía o aspiración bajo la cual, muy seguramente todo funcionaría perfectamente y viviríamos como en un cuento de hadas. Infortunadamente (o afortunadamente), nuestro país es un enclave elitista, discriminatorio y arribista en medio de un universo social multicultural, pluriétnico, diverso, y cuya población es en su mayoría pobre y tiene dificultades para sobrevivir de forma digna. Éste es nuestro real y verdadero conflicto.

En mi opinión, la grandeza de la Constitución de 1991 no reside en que se haya modernizado al estado o que se haya formulado una extensa carta de derechos y libertades, sino que de alguna forma se supo entender la realidad turbia y fraccionada de Colombia y se plasmó en sus páginas, con el fin de materializar una sociedad tolerante en medio de las naturales diferencias que hay y habrá entre sus miembros. En esa medida, la paz no es y jamás será representada en un escenario de armonía y perfecto entendimiento entre los colombianos, sino que se traducirá en la certeza de que no nos vamos a matar los unos a los otros, que es posible tolerarnos en medio de los profundos disensos, y que aunque nuestro guiño al capitalismo implicará que siempre habrá pobreza, al menos los pobres tendrán la posibilidad de vivir en condiciones mínimas de dignidad. La finalización de las hostilidades es sólo la punta del iceberg de un proyecto mucho más ambicioso, y si se quiere tortuoso, teniendo en cuenta la gran cantidad de obstáculos y enemigos que se escudan en trasnochadas interpretaciones de lo que es la justicia y la reconciliación.

Yo creo que tenemos constitución para rato, y que eso es posible gracias a la labor de la Corte Constitucional, que tiene la tarea fundamental de encauzar la carta política a través del tiempo, la globalización, y los normales cambios que las sociedades experimentan. Cualquier otra cosa, cualquier otra propuesta de enmienda o cambio, debe verse con desconfianza y recelo, venga de donde venga. Ese tipo de iniciativas son la evidencia más clara de lo fragmentada que está nuestra sociedad, pero a la vez, deben tratar de evitarse para no volver a caer en los errores del pasado, cuando a través de las normas, se ahondaron nuestros conflictos. El rol del derecho, en estos tiempos de duda y tensión respecto a nuestro futuro, es doble; por un lado, debe buscar que lo que se pacta se cumpla por parte de quienes decidieron acordar algo, y por el otro, debe ser el catalizador de los cambios estructurales que requiere nuestro país para ser un lugar más digno. Insisto, para esto no hay necesidad de una nueva constitución, sino que la que ya tenemos se desarrolle. Todo lo demás huele a podrido. 

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PERFIL
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Estudió derecho y a pesar de todo, se creyó el cuento de la justicia social y a eso se dedica. Cuando no está sumergido en la tesis doctoral le interesa la música latina y alternativa, el ciclismo colombiano en el mundo, la historia del más allá y el más acá, y los problemas públicos a nivel urbano y rural.

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1 Comentarios
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  1. josetorres0725

    Me parece importante la identificación de las causas del conflicto que se identifican en la entrada. Desde ese punto de vista, la solución al conflicto no se logrará ni se plasmará en una nueva Constitución ni la expedición de nuevas leyes. Los grandes cambios sociales que se requieren en nuestro país no se ejecutarán en los escritorios de ministros ni congresistas mediante la simple expedición de normas, sino que requerirán de un cambio de conciencia general.

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