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Hace unos días, Ricardo Silva publicó una muy acertada columna en este diario, en la que se retrata la difícil situación y los desafíos que tienen que afrontar los trabajadores independientes en Colombia, que según el columnista representan el 45% de quienes reciben algún tipo de remuneración por desarrollar una actividad productiva en el país. Sin embargo, con el respeto que merecen quienes tratan de subsistir a punta de consultorías, asesorías y contraticos ocasionales, sin ningún tipo de estabilidad socioeconómica -yo soy uno de ellos por el momento, creo que nuestra pirámide laboral cuenta con un grupo de personas que se encuentra en condiciones incluso más complejas: los famosos pasantes o practicantes ad honorem.

Empecemos aclarando quienes son los ad honorem. Hoy en día, la mayoría de carreras universitarias requieren que sus estudiantes, además de cursar las materias que hacen parte del pensum, adquieran algún tipo de experiencia práctica. Aquello que aparentemente los profesores no pueden transmitir a través de largas sesiones magistrales o pesadas jornadas de laboratorio, debe ser obtenido en otro lugar. Más aun, cuando un recién graduado sale al mercado laboral, a duras penas puede incluir en su hoja de vida la experiencia que adquirió en uno de esos trabajos que la vida estudiantil en Colombia permite, como ser mesero, barman o vender dulces en los huecos entre clases. Teniendo en cuenta que conseguir empleo bajo estas condiciones es un verdadero acto de fe, hacer una pasantía en una empresa, entidad del estado u organización, es un paso no sólo recomendable sino imprescindible.

Cuando me gradué como abogado, hace como 10 años, algunos decían que tenía el mundo a mis pies para lograr todo lo que quisiera. Pero igualmente contaba con grandes espacios en blanco en mi currículo, lo que difícilmente convencería a un empleador para contar con mi “experticia” y “habilidades prácticas”. Luego de mandar unas cuantas -muchas- hojas de vida y recibir un total de cero invitaciones a entrevista, me di cuenta que esa dinámica tipo elemepleo.com no iba para ningún lado. Si bien tenía el apoyo irrestricto de mi familia y nada me faltaba, tenía que empezar a velar por mí mismo y sentirme “productivo”. Cuando menos, tener para el bus, el almuerzo, las cervezas del fin de semana, y poder aportar en la casa “pagando un servicio”. No sólo era justo sino necesario.

Frente al exceso de rechazos que recibí, decidí lanzarme a la búsqueda de prácticas o pasantías, con el fin de construir una hoja de vida de cuando menos una página y sin espacios. Para mi sorpresa, no fue difícil. Parecía como si todos estos estos empleadores buscaran talentos para sus ambiciosos planes de expansión, o quisieran alentar el desarrollo de carreras “desde abajo”. O simplemente, para que alguien hiciera las tareas que nadie quiere hacer, o para cumplir con el requisito de tener gente joven trabajando en su empresa o entidad. Y sin tener en cuenta nada de lo anterior, me emocioné y empecé a soñar con una larga carrera que despegaría en ese mismo momento, y que en la posteridad sería recordada gracias a ese primer trabajo.

Y en efecto, muy pronto se consiguió la práctica. Y como diría una canción, no fue una, fueron dos. Por la mañana prestaba mis servicios como “investigador ad honorem” en una importante organización internacional que contaba con lujosas oficinas en el norte de Bogotá. Y por la tarde era nada menos que un paladín de la justicia como “judicante ad honorem” en un tribunal ubicado en el centro de la ciudad. Sumando las horas laboradas, creo que trabajaba más que un empleado común y corriente y lo hacía con gusto, porque contrario a los que ni siquiera me habían llamado a una entrevista, aquí tenía un lugar donde sentarme y unas funciones para desarrollar.

Pero claro, toda esa emoción tenía un contrapeso: no había ningún tipo de reconocimiento económico por la labor hecha, más allá de ocasionales subsidios de transporte o un toquecito a la espalda, acompañado por el caluroso “bien chino, siga así”. Es verdad, me dieron permiso de llevar una taza grande y me daban todo el café que quería. De vez en cuando, incluso, mis colegas me invitaban a helado de Crepes por la tarde, cuando a ellos les llegaba la quincena. Pero hasta ahí llegaba la cosa. Recuerdo que mi mamá me armaba la “coca” del almuerzo por las mañanas, y eso me mantenía en pie todo el día. Eventualmente hubo promesas de los jefes, que se matizaban con el “tranquilo, que tarde o temprano volverás aquí, a tu primera empresa, a trabajar y ganar bien”. Pero una vez se acabó el tiempo de la pasantía, el barco se fue a navegar y no volvió a mis costas.

La cosa es que hablando con algunos de mis amigos hace poco, esto no ha cambiado. Es más, las modalidades se han vuelto incluso más sofisticadas. Irse a trabajar con el magistrado Pepito le da a usted “cancha”, y aprenderá cosas invaluables para su futuro profesional. Traducirle el libro del profesor Pablito al inglés, con la promesa de que su nombre será incluido en los agradecimientos de la publicación, le dará un reconocimiento que redundará en grandes ofertas de trabajo. Hacerle la base de datos al doctor Sutanito le va a permitir acceder a conocimientos y tecnologías nuevas que lo van a poner a la vanguardia en el campo en el que usted quiere desempeñarse”. Incluso, para muchos es fundamental irse, con todos los gastos cubiertos, a una organización internacional al otro lado del Atlántico y hacer una pasantía sin retribuciones, para poder algún día aspirar a trabajar en esos espacios. Y puede que sí sea así al final, y los objetivos se consigan. Pero la pregunta que uno se hace es si, en el camino, es justo que esta dinámica social sea considerada como normal y legítima.

El fondo de este asunto tiene matices políticos, sociales y económicos. La actividad humana se concibe cada vez más como un commodity que se puede intercambiar, de acuerdo a las necesidades y tendencias del mercado. En contraste, el elemento social del trabajo va poco a poco desdibujándose con la creación de “fórmulas alternativas” para el acceso al empleo, tales como los “servicios profesionales”, que le imponen toda la carga del bienestar social al trabajador en pos de la tan mentada “eficiencia”. Imagínense entonces cómo es la cosa para un ad honorem, ¡que ni siquiera puede acceder a una contraprestación por su trabajo! Si, como dice Ricardo Silva, los independientes se desmoralizan cada vez que entragan un 30% de sueldo para pagar salud, pensión, e impuestos, cómo será la cosa con los pasantes y los practicantes, que no pagan nada de eso, porque ni base gravable tienen.

Es verdad que las generalizaciones son odiosas, y que algunas empresas si le pagan a sus practicantes y pasantes. Pero lo cierto es que esta es una tendencia certificada, y mientras las autoridades correspondientes no hagan nada al respecto, la situación de los ad honorem se mantendrá como una práctica socialmente aceptada. Se juntan el hambre y las ganas de comer.

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PERFIL
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Estudió derecho y a pesar de todo, se creyó el cuento de la justicia social y a eso se dedica. Cuando no está sumergido en la tesis doctoral le interesa la música latina y alternativa, el ciclismo colombiano en el mundo, la historia del más allá y el más acá, y los problemas públicos a nivel urbano y rural.

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Me encantan, estos avances. Me encantan.

The interpreter (para nosotros, La intérprete, y como cosa rara, el título en español significa lo mismo que en el idioma original) es un filme dirigido por el estadounidense Sydney Pollack, estrenado en cines en dos mil cinco. El guión condujo a Pollack a grabar en las propias instalaciones de la ONU (localizadas en territorio internacional dentro de Nueva York), una historia con tintes políticos que recuerdan la situación más o menos reciente del actual presidente de Zimbabwe.

Estaba viendo hace unas horas cierta película francesa realizada exclusivamente para televisión hace unos años, no muy conocida por cierto, y me asaltó una duda que tenía desde hace un tiempo y que se avivó luego de ver La intérprete. La duda es la siguiente:

Lo más seguro es que todos conozcamos el aviso que aparece, usualmente escondido al final de los créditos de algunas películas, que dice lo siguiente, palabras más, palabras menos: "Los hechos relatados en esta película son puramente ficticios y no deben relacionarse con eventos pasados, actuales o futuros. (...) Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia."
Yo me pregunto: luego de ver una película que parece un documental acerca de una situación actual, ya sea ésta una realidad o no, ¿qué sentido tiene recurrir a este mensaje, si de cualquier manera los espectadores van a hacer la relación?

Es claro, hay que decir, que no todo el mundo tiene por qué captar estos parecidos. Pero los que sí los captan, lo comunican a los demás, y al final la película pasa a verse como lo que realmente es: una crítica por parte del realizador hacia una situación en particular. Punto. No importa qué tan imparcial se pretenda ser, haciendo uso del mencionado avisito.

En fin, no entiendo esta actitud, si de verdad algunos pretenden protegerse bajo dicho mensaje. Quisiera creer que lo colocan no porque no pretendan dar la cara luego de dar la opinión, sino porque es una especie de requisito, un asunto legal de obligatoria aparición al final de todos los créditos de todas las películas de todos los géneros. Aunque al final, sólo quien tuvo la idea de escribir la historia como quedó escrita es quien sabe qué opinión tiene.

Él y sólo él.

-

Sobre la película, hay un dato lingüístico interesante; se creó un lenguaje nuevo (lo llamaron "Ku"), con sus propias palabras, conjugaciones, reglas... es decir, un lenguaje aparte, sostenible por sí solo, basado en lenguajes existentes en el sur de África, pero que "aunque sería reconocido por habitantes de la zona (...), los confundiría", debido a su estructura gramatical, leo por aquí. En todas partes encuentro que el creador de este lenguaje es Said el-Gheithy, director del Centre for African Language Learning en Londres. En general, no encuentro muchas críticas positivas para la película, pero a mí me gustó.

Me encanta leer la columna Contravía, escrita por Eduardo Escobar. Y la de hoy termina con una reflexión que encuentro parecida a cierto diálogo de La intérprete. Aquí va el diálogo, para terminar y dejar de ocupar su tiempo, estimado lector. Lo traduzco burdamente, pero espero que se mantenga la idea.

Silvia Broome: (...) Siempre que alguien pierde a un ser querido, quiere vengarse de alguien más, o de Dios, a falta de alguien. Pero en África, en Matobo, los Ku creen que la única manera de poner fin al dolor es salvando una vida. Si alguien es asesinado, luego de un año de duelo se realiza un ritual llamado "la fiesta del ahogado". Se hace una fiesta durante toda la noche, junto al río. Al amanecer, el asesino es montado en un bote. Se lleva al agua y se le tira allí, amarrado, para que no pueda nadar. Entonces la familia doliente debe tomar una decisión; pueden dejar que se ahogue, o pueden lanzarse a salvarlo. Los Ku creen que si la familia deja que el asesino se ahogue, se hará justicia, pero pasarán el resto de sus vidas de duelo. Pero si lo salvan, entonces admitirán que la vida no siempre es es justa, y a cambio ese acto los liberará del dolor.


dancastell89@gmail.com

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