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Después de más de 50 años del actual régimen normativo internacional  de drogas, diversas organizaciones han logrado movilizar a sectores de la sociedad civil en la búsqueda de una reforma al muy nocivo marco prohibicionista. Gracias a este incansable esfuerzo, es posible decir con certeza, que estas organizaciones pioneras en proponer  la regulación del mercado de drogas en oposición a la supresión del mismo, han constituido un movimiento reformista, que busca el fin a la llamada ‘guerra contra las drogas’. Este movimiento conformado por organizaciones no gubernamentales, academia y diferentes tipos de activismo, viene recabando evidencia que demuestra  los perversos efectos del actual régimen.  Igualmente, viene haciendo recomendaciones de políticas públicas que promueven y protegen  los derechos humanos de quienes se reconocen como los eslabones débiles de la cadena: usuarios y productores.

Sin duda, el movimiento reformista, ha sido muy eficaz en situar al usuario en el centro del debate y a la salud pública como el lente para observar sus necesidades. Sin embargo, no sobra recordarle al movimiento la necesidad de enfatizar y ampliar en mayor cuantía el conocimiento, la evidencia y el trabajo de protección y promoción de las poblaciones rurales y urbanas que dependen económicamente del cultivo de plantas declaradas ilícitas y la distribución, a pequeña  escala, de sustancias sujetas a fiscalización. De igual forma, la agenda reformista deberá ver con detenimiento los entornos y condiciones que vulneran los derechos de poblaciones no usuarias, igualmente afectadas por el prohibicionismo y emplear el lente del desarrollo y seguridad humana para acercarse a su situación.

Una referencia útil para ilustrar el punto, es el debate que suscitan las cifras sobre la extensión de hectáreas cultivadas con coca en la región andina y que publica anualmente la Oficina de Naciones Unidas contra las Drogas y el Delito (UNODC, pos sus siglas en inglés). Una vez se hace público el informe,  la metodología es puesta en entredicho, en especial, cuando la otra ‘verdad’, la del Departamento de Estado de Estados Unidos, usando metodología propia, ofrece un resultado ostensiblemente mayor de hectáreas ‘afectadas’ con plantaciones de coca, para usar su lenguaje. Frente al panorama que presentan estos reportes, los gobiernos se apresuran a tomar acción: erradicación forzada de las plantas, criminalización de la población campesina y la ‘zanahoria’ del desarrollo alternativo.

En ningún momento de la discusión se plantean preguntas al alrededor de los campesinos, recolectores, transportadores y bodegueros. Tampoco hay preguntas  sobre las mujeres madres cabeza de familia, insertas en estas economías de subsistencia. No se recomiendan censos, o un diagnóstico de necesidades básicas insatisfechas de la población productora; de igual forma, no se diseñan ni ofrecen  programas de inserción laboral o formación técnica vocacional para esta población. Aun no existe certeza de cuántas personas subsisten de esta economía  en la región andina.

Las poblaciones campesinas dedicadas al cultivo de la coca, amapola o cannabis aún no han ganado el estatus logrado por  los usuarios, que aún criminalizados y estigmatizados, han visto un avance como  sujetos con agencia dentro del debate. El lema de los usuarios “nada sobre nosotros, sin nosotros”, debería ser incorporado por las poblaciones productoras de plantas declaradas ilícitas.

El sofisticado debate internacional sobre el derecho de los Derechos Humanos, aplicado al marco normativo de drogas o la diplomacia de diferentes vías frente a la ONU u otros organismos multilaterales, no le dicen absolutamente nada al joven recolector de hoja de coca o la mujer que cocina para los ‘químicos’ de los ‘laboratorios’ de cocaína. Las poblaciones que dependen de estas economías,  se encuentran lejos del camino a UNGASS y más cerca del camino a Los Yungas, Bolivia.

El llamado es a volcar las herramientas técnicas y la habilidad política de cabildeo del movimiento reformista,  para promover los derechos de estas poblaciones. La reforma a la política de drogas no solo debe situarlas en el centro del debate, debe también incluirlas como agentes activos del mismo: “Nada sobre los cocaleros, sin los cocaleros”.

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PERFIL
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Diego García-Devis (1975) politólogo colombiano cuenta con más de 13 años de experiencia en el análisis del conflicto armado sociopolítico en Colombia. Ahora desde el Programa Global de Políticas de Drogas de Open Society Foundations, se dedica a al apoyo de organizaciones y gobiernos interesados en abordar las política de drogas desde la perspectiva de derechos humanos.

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