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Felipe Motoa Franco

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Cierra sesión en su pc. Baja al parqueadero de la empresa, mientras se ajusta la chaqueta y se envuelve la bufanda. Se monta el casco, destraba la bicicleta y pedalea por la carrera 68 con destino al norte de Bogotá. A esa hora, 10 p.m., el estrépito vehicular ha dado paso a carros, motos, buses y camiones que sobrepasan los 80 kilómetros por hora. Se oyen pocos pitos.

Sus dedos, entumecidos por el frío de la llovizna, se agarran al manubrio y apenas rozan las manijas de los frenos. Pedalea a un ritmo que trata de seguir la estela de los vehículos, pero es claro que sus velocidades no se equiparan. Inhala, exhala, inhala, exhala. Avanza. Inhala exhala inhala exhala inhala exhala cada vez más rápido, los taxis parqueados en la calle pasan hacia atrás como en una banda deslizante, cual maletas en el aeropuerto, semáforo en amarillo, intermitente, amarillo, amarillo, rojo, ¿frena? ¿No? Sigue de largo al observar que en la esquina no amenazan luces. Los carros en su misma vía se quedan anclados a la espera de luz verde. Avanza.

Una gota de sudor se cuela hasta la comisura de su boca. Salada. Toma la avenida Suba, supera la estación Shaio de TransMilenio, el Humedal Córdoba. Son contados los carros que van y vienen por la avenida. El sonido de los buses rojos articulados, que circulan libres como ballenas por su carril exclusivo, suelen indicarle que se aproxima a casa. La esquina de la calle 127 con Suba se vislumbra a unos doscientos metros. Este trecho lo pedalea por el andén, endurece la relación de cambios en la bici para ir más rápido, se para en los pedales, acelera, la esquina a tiro, la luz de paso peatonal en verde, avanza, verde, avanza, titilante, avanza, titilante, avanza, rojo, ¿se lanza a terminar el cruce? Sí -suficiente impulso para cruzar antes de que los carros parados retomen su marcha, se dice a sí mismo-, pasa los carriles de un sentido, los exclusivos de TransMilenio de este lado, del otro, y justo después de superar el primero de los carriles vehiculares, cuando la acera está a un pedalazo, un endiablado fantasma rojo de 2.600 centímetros cúbicos y luces amarillas lo encandila a 90 por hora ¡piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii! Su mano helada aprieta el freno delantero, la llanta trasera se levanta en dirección a su espalda, los ojos desorbitados, aprieta los dientes, alcanza a ver que en el asiento trasero van dos niños, jugando, se precipita, de bruces, choca en el asfalto, la bicicleta le cae en las piernas, el carro se pierde en la noche.

Los otros vehículos se detienen a esperar que se reponga. Con las piernas temblando y las rodillas flojas, agarra la bici y termina de cruzar, empujándola:

-¡Por atravesado! ¡Güevón!- le escupe alguien desde uno de los automotores que han retomado la marcha sobre la avenida.

Siente agua en la boca, escupe sangre. Se mordió la lengua. Camina. Esta noche pudo no haber llegado a casa.

La esquina

Baño de agua caliente y desayuno con arepa y huevo tibio. Dolor de lengua al masticar. Lavado de dientes a toda carrera. Mirada al reloj: sobre el tiempo, como siempre. Esta vez irá a pie –hoy hace frío, en verdad- y luego en transporte público. Sale del apartamento, se cruza con la vecina que trota en compañía de su dálmata, en tanto ella regula en su cronómetro de pulsera que la rutina de ejercicio vaya en orden. Sonríen ambos en un saludo de miradas. Hace meses es igual, coquetería sin resultados.

Cruza la calle, camina por el costado del centro comercial Bulevar Niza, hasta el cruce de la calle 127 con avenida Suba. Pitan los carros en su afán de pasar el semáforo. Tantos carros y ninguno avanza. A la distancia, invisible, se oye la sirena de una ambulancia.

Tres carriles de automotores y dos carriles de TransMilenio para caminar hasta la estación, la misma que anoche fue testigo de su encuentro cercano con el parachoques del que iba a 90 por hora. Como peatón, él no pita, pero si tuviera pito, pitaría. La luz del semáforo, tan pronto evoluciona de amarillo a verde, es un disparo de salida para motos, vehículos y caminantes. Por la cebra camina hacia la parada del articulado, en contravía de los que salen. Casi puede tocar el sonido clamoroso de la ambulancia, que ha avanzado, cada vez más cerca. Ingresa por el pasillo, pone la tarjeta sobre el lector, la registradora le da acceso. El clamor de la ambulancia se aproxima, estridente, a su espalda, allá donde él cruzó la vía, y el TransMilenio, del otro lado, se ve venir, hasta que lo tiene en frente, y justo cuando se abre la puerta y la fila de gente trata de ingresar, atrás se oye un sonido equiparable al impacto de una nevera que cayó del cielo. Todos voltean a mirar. El tiempo se detiene por una fracción de segundos. Deshace sus pasos hasta la registradora y ve la ambulancia quieta, silente, en el cruce, y a sus pies –quiere decir, junto a una de las llantas delanteras- una moto con el manubrio reventado, y el piloto al lado, caído, besando el asfalto con su casco.

Sale de la estación, el corazón acelerado y las rodillas flojas, igual que la noche anterior tras frenar su bicicleta. Se devuelve por la cebra, un círculo de curiosos demarca la escena del siniestro. En posición fetal, el motociclista yace inmóvil, su cabeza boca arriba y el cuerpo boca abajo. El visor del casco no permite revelar su cara. No se queja, no sangra. Un enfermero –sale de la ambulancia- clama a través del radioteléfono por un agente de tránsito: “¡Rápido, que vengan rápido a autorizarnos el paso, es una urgencia, llevamos una paciente crítica en la ambulancia, no podemos hacer nada por el motociclista, carece de signos vitales! ¡Por favor, señorita, avise rápido!…”

La noticia

“…y las autoridades explicaron que el motociclista impactó contra la ambulancia luego de que a esta los carros le cedieran el paso. Según el croquis de los agentes de tránsito, el hombre que manejaba la moto no se percató que los otros automotores habían disminuido la velocidad para permitir que el vehículo de emergencias cruzara (su sirena indicaba la urgencia que llevaba). Fue entonces cuando en vez de bajar la velocidad la moto aceleró, produciéndose el choque que de inmediato le provocó la muerte al piloto. Media hora más tarde, la paciente que trasladaban en la ambulancia falleció, pues ingresó al pabellón de urgencias del centro hospitalario sin signos vitales.

-Si no hubiera sido por el trancón y el choque, la hubiéramos alcanzado a llevar con vida al hospital-, comentó uno de los enfermeros que viajaba en la ambulancia”.

Av. Suba con Suba- Bogotá

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Cronista en EL TIEMPO. Gustoso de las narraciones escritas y audiovisuales. Las palabras no se las lleva el viento.

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2 Comentarios
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  1. la manera absolutamente irresponsable en la que motociclistas y ciclistas se desplazan por las vias es aterrorizante. no respetan señales , conducen como dementes y la autoridad de transito no hace nada

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