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(Praia do rosa – Esta travesía no podría hacerse sin el patrocinio de Gótica Eventos, Damovo y Hanna Estetics, Bogotá)

 

 

No me gusta hablar de mí, pero supongo que para que todo esto tenga coherencia debo hacerlo. Hay algunas personas que saben mi historia y creo que es muy aburrida. Es tan parecida a la de cualquier otro artista que da pena. Renuncié a un trabajo que detestaba y tiré por la borda una carrera en la que incluso tenía un postgrado. No era feliz. Llegaba a mi casa a las nueve de la noche y me sentaba a escribir literatura hasta las doce o una de la mañana. El sol se ponía mientras hacía memoriales, respondía cartas a clientes a los que ni conocía, demandaba a personas a las que trataba como el número de una carpeta, le pasaba ordenes judiciales a la policía para que le capturaran el carro a algún deudor, le sacaba los muebles a las personas de sus casas ante la vista de sus propios hijos, aborrecía a un jefe que denigraba a sus empleados y de vez en cuando, encabezaba misiones interesantes como la de investigar por toda la ciudad, quién contrabandeaba unos condones falsificados desde China con la marca Playboy. Al cabo de tres días de búsqueda y de preguntar en farmacias y lenocinios haciéndome pasar por proxeneta, doy con un sótano de mala muerte en pleno San Victorino. Entro por un pasadizo oscuro que da contra un mostrador sucio detrás del cual hay un hombre bajito y gordo con cara de bonachón. A sus espaldas toda una pared forrada de cajas de condones. Así son las cosas. El tipo de los Esteros podía ser un Red Skin perteneciente a algún grupo neonazi de esos que se han vuelto a formar en Europa. Al final supimos que era francés cuando la policía lo requisó luego de estar al borde de los golpes con un hombre de la zona. – ¡Argentinos putos!, ¡argentinos putos! – lo escuché maldiciendo al lado de la laguna.

 

La monotonía de un trabajo aburrido no fue lo que me llevó a botar mi carrera por la borda. Fue el quemón interior de sentir que estás matando algo muy tuyo. Estaba desperdiciando mi tiempo cuando a mi lo que me gusta es escribir. Cada vez que pensaba en ello miraba unas postales de Budapest que tenía en frente pensando en lo bonito que sería ahorrar una plata e irme de viaje. Ya lo había hecho otras veces. Cuando estudiaba derecho trabajaba y me iba de viaje en vacaciones. Fue por eso que pude conocer Europa. Trabajar como empleado tiene sus cosas buenas. Tenía plata en el bolsillo, una cuenta bancaria en la que acumulaba algún dinero – por lo menos el suficiente para viajar -, pude hacer un curso de buceo que siempre había querido y uno de paracaidismo en el que incluso me di el lujo de invitar a mi hermano como un gran acto de generosidad. Luego de que renuncié y volví de un gran viaje que hice por Europa del este, Europa Occidental, México, Estados Unidos y Canadá, no he podido volver a tener la sensación de tranquilidad que me daba recibir la plata al final del mes. Las consecuencias de mi acto, aunque suene triste, he venido a pagarlas con mi salud. El bruxismo me comió los dientes y ahora sufro de hipoglicemia. El confort y la tranquilidad que da no deber un peso no están cuando cierro los ojos. Sólo al final de la carrera de literatura tuve un alivio cuando unos amigos me invitaron a participar en el proyecto de un bar, mi hermana puso el dinero y yo trabajé por más de un año en la puerta del sitio desempeñando el horrible trabajo de decidir quién entra y quién no. No pienso extenderme en detalles pero puedo confesar que al principio de la carrera lloraba por las noches cuando apagaba la luz de mi cuarto. Mis amigos más cercanos me trataban como un loco de ideas descabelladas, era discriminado por mis compañeritos de universidad a los que les llevaba diez años, las profesoras me tenían entre ojos, mis papás me recriminaban a cada instante el hecho de haber abandonado mi carrera y el escaso dinero que aún conservaba en el banco, se esfumaba más rápido de lo que se pudiera pensar. Cuando se acabó me quedé varado por gasolina un par de veces yendo a clase, mi mundo se redujo a mi cuarto y entré en un estado depresivo que me llevó a no darle un sólo beso a una mujer por más de nueve meses.

 

Por mis viajes a Europa llegue a la conclusión de que el mundo es un lugar pequeño y manejable. Tomaba un tren nocturno y cambiaba de país como si cambiara de calzoncillo. Era muy fácil. Un día estaba en Paris, otro en Madrid, otro en Roma. Llegar a Ámsterdam sólo me tardó horas desde París con el tren de alta velocidad, y eso que había que cruzar Bélgica. Atravesé el canal de la mancha en el Eurostar, conocí lo que quedaba del muro de Berlín, viajé por más de 36 horas seguidas en tren desde Madrid hasta Praga para ver por primera vez el país de mi mamá, en una madrugada brumosa en la que el tren cruzó el río Vltava y apareció ante mi el castillo en la montaña y la catedral de San Vito al lado del barrio viejo y el puente de Carlos como si llegara a un sitio encantado sacado de una historieta del medioevo con brujos y dragones incluidos. A medida en que fueron viniendo esos veranos prósperos, me fui llenando de destinos cada vez más lejanos y recónditos. Fui a campos de concentración como Dachau y Auschwitz y Birkenau, para ver con mis propios ojos los sitios en dónde se había perpetrado el Holocausto. Tomé un ferry atravesando el mar del norte para llegar a Estocolmo, recorrí más de 1700 kilómetros en tren por Noruega desde Oslo hasta Buda en busca del sol de media noche. De bajada tomé un barco por los fiordos hasta Bergen. En otro viaje me aventuré hasta Transilvania para ver el castillo del Conde Drácula, fui hasta el mar negro en Bulgaria, bajé hasta Atenas y de ahí tome un ferry hasta Santorini. Luego fui en barco hasta Brindisi desde Corfú, llegué a Nápoles y subí hasta el cráter del volcán Vesubio, conocí las ruinas de Pompeya y Herculano. Por donde pasaba dejaba un poema escrito. Luego de eso me fui volviendo más extravagante. Quise ir a todas las ciudades que terminaban en burgo: Hamburgo, Fraiburgo, Estrasburgo, ya había estado en Salzburgo y de chico en Edimburgo. Hice tantos viajes a Europa que me fui volviendo un experto en pasar fronteras, en poner cara de escúlquenme lo que quieran porque yo no estoy escondiendo nada y mi pasaporte se fue llenado de tantos sellos y visas que a los que no les causaba suspicacia les parecía interesante conocer a un tipo tan viajado. Todo esto lo hice con pasaporte colombiano. Años después cuando el presupuesto no me daba para viajar sólo y mis papás me adoptaron en sus viajes, estuve con ellos en Turquía y fuimos en carro cruzando el estrecho de los Dardanelos, hasta donde se supone pudo haber estado ubicada Troya, cerca de Esparta y Bergama, importante por los templos griegos y romanos y porque ahí inventaron el pergamino. Cuando hice un viaje en crucero con ellos por el sur del continente, llegamos hasta el Cabo de Hornos, sobre un mar endemoniado que hacía lucir al crucero como si fuera de juguete. Luego navegamos por el estrecho de Magallanes.

 

Hace algunos años vi morir a mi abuela al frente a mis ojos. Esperó a que yo llegara por la noche y cuando estaba toda la familia junta se dejó llevar sin decir nada. En su mirada iluminada podía ver un sitio novedoso que la llamaba como si fuera una pequeña niña de nuevo, viendo un parque de diversiones maravillada. Es difícil pensar algo malo de la muerte después de eso. Los gestos de dolor muy arraigados en las curvaturas de su rostro, producidos por largos años de sufrimiento, se desvanecieron por completo una vez que la sobrevino el suspiro final. Descansó de todo. De haber nacido en un sitio, vivido en otro y muerto en otro. Descansó de cargar la frustración de haber querido ser cantante y ser administradora hotelera, descansó de una leucemia que se la venía comiendo de adentro hacia fuera por más de seis años, algo admirable teniendo en cuenta que los médicos no le dieron ni un año de vida luego de diagnosticada. No sé si estoy haciendo esto por ella. Es posible que sí. Como un tributo al dolor que escondía cantándome canciones de amor en checo cada vez que me veía alistándome para salir por la noche. En aquel viaje en el que nos fuimos de París a Praga en carro para verter en la corriente del Vltava sus cenizas, les dije a mis papás lo resentido que estaba por no haberme apoyado en la decisión que había tomado. Me sentía ridículo viviendo esos grandes viajes en hoteles lujosos cuando mi situación era precaria. Mi mamá compraba un perfume y yo hacía cálculos de cuántas semanas me duraría esa plata bien administrada, para pagar la gasolina, el parqueadero, las fotocopias, el pedazo de pizza que me comía o el almuerzo ejecutivo que a veces me daba el gusto de pedir, en compañía de algunos amigos literatos de la carrera con quienes teníamos la idea de fundar una de esas revistas literarias fantasmas que tienen todos los estudiantes de literatura en la cabeza. A los 31 años mi mamá asumió el pago de los semestres que me faltaban y mi papá se comprometió a darme una mesada de $50.000 a la semana: eso ya era existir.

 

Esta historia queda en continuará…, porque el mundo es mejor verlo con los propios ojos que por el Discovery Channel. (Las publicaciones se harán los martes y jueves aunque su periodicidad no puede garantizarse dada la naturaleza del viaje). Para ver más fotos del viaje diríjase a las páginas www.eduardobecharanavratilova.blogspot.com y www.brasilendosruedas.blogspot.com Agradecemos a los siguientes colaboradores: Embajada brasilera en Colombia, Ibraco (Instituto cultural de Brasil en Colombia), Casa editorial El Tiempo, eltiempo.com, Avianca, Gimnasio Sports Gym y la revista Go “Guía del ocio”.

 

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PERFIL
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Mi nombre es Eduardo Bechara Navratilova. Escribo como acto liberador que me ayuda a escapar del mundo, así termine volviendo a él. Me sirve para entender mis propios actos, aunque admito que acabo con más preguntas que respuestas. Tengo defectos despreciables, que dejaré al lector descubrir por si mismo. Detesto los trancones, las modelos y hacer fila en los bancos. Me gusta el fútbol y la rumba, me gusta la gente que persiste. Tengo los títulos de derecho (1999) y literatura (2005) en la Universidad de los Andes. La novia del torero, Editorial La Serpiente Emplumada (2002) y Unos duermen, otros no, Editorial Escarabajo (2006), son mis dos novelas publicadas. No tengo un peso en el banco, pero me he recorrido medio mundo en viajes. El ser humano y su comportamiento son mi tema de fondo.

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  1. Yo tengo una vida parecida a la suya, con la diferencia de que amo el derecho. De todas formas, aplaudo la valentía de tomar una decisión como la suya y disfrutar el placer de escribir. Felicitaciones y ánimo. Ni un paso atrás ni para tomar impulso.

  2. Yo tengo una vida parecida a la suya, con la diferencia de que amo el derecho. De todas formas, aplaudo la valentía de tomar una decisión como la suya y disfrutar el placer de escribir. Felicitaciones y ánimo. Ni un paso atrás ni para tomar impulso.

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