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(Esta travesía no podría hacerse sin el patrocinio de Gótica Eventos, Damovo y Hanna Estetics, Bogotá)

 

Favor hacer las donaciones para los niños con cáncer en la cuenta de ahorro exclusiva para Brasil en dos ruedas, número 0483124605-2 de Bancolombia a nombre de OPNICER (Organización de padres de niños con cáncer, Nit: 830091601-7). Con estas donaciones usted está ayudando a un niño enfermo de cáncer a tener una posibilidad de vivir.

 

 

Cheever admitió en una entrevista realizada en 1976: “Escribo a los 66 años con el mismo propósito que tenía a los 16 que es, desde luego, dar sentido a mi vida y quizás ayudar a otras personas a dar sentido a la suya, pues la ficción me ha ayudado y continúa haciéndolo”. Antes de su muerte dijo que la única manera que tenía de comprender la vida era escribiendo cuentos.

 

Me levanto tarde y trabajo en la crónica en un locutorio. El director de la Fundación aún no ha respondido nada. Llevo la flecha al icono de Redactar y le escribo un correo en el que le cuento el problema que tuve con el computador. Le digo que llegado a ese punto debo hacerle una confesión: Siento que no has sido muy franco en cuanto a tu verdadero interés en el proyecto. Por momentos pareces muy interesado y en otros me dejas a la expectativa sin respuestas de ningún estilo a mis inquietudes y necesidades. Le pregunto cómo debo interpretar eso. Dada la situación, le digo que le daré un tiempo de espera hasta el próximo martes para que tenga la cuenta creada y me de un apoyo inicial, ya que de lo contrario abortaré el proyecto y recorreré la costa brasilera abierto a la posibilidad de hacerlo a nombre de otra institución. Me duele que la situación haya llegado a esto pero  lo cierto es que desde hace siete meses que vengo organizando la travesía, jamás he recibido tu apoyo, salvo en un par de reuniones que sostuvimos o cuando me pasaste al micrófono en el concierto que hubo por los niños con cáncer. Lamento que sean las mismas organizaciones las que le cierren las puertas a estos proyectos. Le digo que espero que no tome a mal mis palabras y mi decisión pero que me cansé de tocar su puerta y que sé leer entre líneas. Esto es como pedalear en una bicicleta sin cadena. Creo que me entiendes.

 

Paso por el servicio técnico y me dicen que aún no me tienen el computador. Ya le reinstalaron Windows pero ahora falta por instalar Word y él no tiene el CD. Vuelvo al hostal y Arava me pregunta si la quiero acompañar a una clase de Tango con Gady y un par de francesas que hablan español. Me topo con Jennifer y le pregunto si quiere ir. Dice que sí. Está con una sueca llamada Ana que habla español con acento chileno, quien me pregunta si van a haber argentinos apuestos. – ¡Qué voy a saber! – respondo.

 

Se queda pensando un rato y luego grita: – ¡El profesor puede ser apuesto! Sí, yo voy.

Vamos caminando hasta un local de sofás rojos y paredes forradas en cuero negro en el que hay una cantidad de calvos desgarbados y señoras de edad en un círculo dando pasos muy simples contra un espejo.

 

– ¿Si vez a algún hombre apuesto?

 

Hecha un vistazo a la asistencia. – Si me tocara escoger a uno y luego apagar la luz me quedaría con Gady.

 

– Yo nunca he hecho eso – le digo.

 

Eu tampouco – dice Jennifer.

 

– Bueno, de todos modos Gady está fuera de concurso. A cuál escogerías exceptuándolo a él.

 

– Po, no sé. Tal vez a ese de saco gris.

 

– Tiene 60 años.

 

– Sí Po, pero tu preguntaste.

 

Salimos de allí a los 5 minutos. Caminamos por una cuadra en donde casi nos atropella un bus dando la curva. Doy un paso hacia atrás y siento un corrientazo en la pierna.

 

– Me podría comer algo ligero – les digo – ¿tienen hambre?

 

Eu também podería jantar algo leve.

 

– Sí Po, vamos a comer, pero algo grande, yo me comería ya un filete, no habrá una parrilla cerca.

 

Vamos a un restaurante que tiene carnes en el menú. Todos pedimos bife de chorizo acompañado de puré. Nos atiende un mesero bastante viejo.

 

– ¿Con ese también te acostarías?

 

– Po, si no hubiera nada más.

 

Nos cuenta que estuvo en Chile un mes y que por eso tiene ese acento, aunque la lengua la aprendió en su país. Voy por la mitad de la carne cuando ella termina.

 

– Me podría comer otro filete – dice buscando al mesero.

 

Jennifer la mira extrañada. – Eu nao sabia que voce tinha tanta fome.

 

– Este filete es muy barato, en Suecia me cuesta mucho – dice.

 

Cambia de parecer y se pide un flan de postre. Caminamos hasta el hostal por las estrechas calles mugrientas. Voy arrastrando la pierna.

 

– Po, por qué estás cojeando – pregunta.

 

– Un dolor que tengo ahí desde hace un tiempo y no se me quita.

 

Que mau – dice Jennifer mirándome con lástima.

 

Voy pensando en la frase que me dijo Jaime Echeverri la última vez que hablé con él: “Por qué no te vas más bien a una playa y te dedicas a escribir”. Llamo a Tatiana más tarde y ella me devuelve la llamada al hostal.

 

– Estoy cargando la pierna.

 

– ¿Y así planeas recorrer 8000 kilómetros de costa brasilera en bicicleta? No te debes a nadie, tú lo sabes.

 

– Le envié un mail a Jorge diciéndole lo que siento.

 

– Que felicidad me da escuchar esto.

 

– ¡Quiero mandar todo a la mierda! ¡Voy a mandar todo a la mierda!

 

– Esto no puede ser cierto.

 

– Sí, a nadie le importa, estoy cansado de nadar contra la corriente, este río es demasiado fuerte.

 

– ¿Ya lo decidiste?

 

– En una gran medida.

 

– ¿Cómo que en una gran medida?

 

– Está bien, lo estoy decidiendo ya.

 

– ¡Mierda! no sabes lo feliz que se va a poner tu papá. ¿Lo vas a hacer en bus?

 

– Sí.

 

Se despide llorando de la alegría. Camino a mi cuarto y me topo con la austriaca. Me dice que suba, que todos están arriba. Voy con ella a la terraza donde tuvimos el asado la noche anterior. Hablamos por algún tiempo hasta que llega Ana con el cuento de que vayamos a Azúcar, un bar de salsa en Belgrano que le han recomendado desde Chile y es famoso de una costa a la otra.

 

– No se imaginan lo que es la salsa para mi – dice.

 

Nos saca del hostal y nos lleva arrastrados a lo que tiene que ser el bar de salsa más malo al que haya entrado en la vida. Todos se emocionan. Suena la música y la gringa baila como si fuera rock, Arava baila consigo misma, la austriaca no se atreve a pisar la pista, Ana baila con el primer moreno que medio le gusta, Jennifer se va a fumar a la parte de fumadores y un alemán de 52 años que incorporamos al grupo en el hostal me cuenta que vendió su restaurante en Berlín para disfrutar de la vida. Más adelante bailo con Ana quien se mueve con pasos predeterminados sintiéndose la mejor bailarina del mundo. Me alejo de la pista y me siento en el único lugar del sitio en el que cae aire acondicionado directo, vencido por el dolor en la pierna, viendo a lo lejos a un grupo de profesores de salsa bailando coordinados en una tarima.

 

Al día siguiente llama mi hermana: – Ya supe la buena noticia. Hablé con papá y dijo que le volvió el alma al cuerpo.

 

Voy por mi computador pero no está listo. – Aún estoy consiguiendo el disco – dice el dueño.

 

Vuelvo al locutorio y encuentro un mensaje de Jorge en el que me dice que entiende mi ansiedad en cuanto al tema de los patrocinios en vista de que ya estoy en tierras del sur y “eso inquieta más”. Manifiesta que sí está interesado en vista de que me está respondiendo un sábado, que la dirección ejecutiva de la Fundación tiene instrucciones para abrir una nueva cuenta y que espera estar equivocado pero es escéptico al pensar que al abrir una nueva cuenta las donaciones y patrocinios vayan a llegar como por arte de magia. Aún así, ratifica su “decidido interés” en la causa. Me sumerjo en la escritura hasta que de una cabina escucho a un compatriota gritando por teléfono. Lo miro de reojo. Es un moreno de brazos anchos embutido entre un esqueleto. Está en compañía de un flaco de camisa negra que sostiene un bolso sospechoso. Amenaza a alguien repitiendo constantemente las palabras: gonorrea y malparido.

 

– Dígale a esa perra hijueputa que si nos sigue haciendo esa gonorrea le va a ir mal con nosotros. Si no nos manda mercancía que nos pague con ella misma. Cogele el carro al perro hijueputa del Michael y guardalo en esa casa.

 

Sigo escribiendo como si aquí no pasara nada. Su amigo se va. Hace algunas otras llamadas. Ya no lo oigo, sale de la cabina y lo sigo con la mirada. Va hasta la caja en donde hay una mona de piel muy clara que lleva un esqueleto blanco, una cartera roja y una minifalda negra que sólo le cubre las nalgas. Tiene un tatuaje de un lagarto con alas en la  espalda y unos tacones con unas tiras blancas que se amarran a mitad de pierna. Algo le dice. La cajera se ríe al otro lado del mostrador. Ambos salen juntos del locutorio. Uno agarra para un lado y el otro para el otro. Vuelvo al computador. – Escuchá, nosotros también miramos a los hombres – le dice luego de un minuto la cajera a un tipo. Por la noche me llama Tatiana y le cuento que tengo algunos amigos y amigas nuevas.

 

– Sabes que tienes luz verde para hacer lo que quieras.

 

Me quedo pensando en lo que me dijo en Praia do Rosa la última noche: – No has mencionado jamás tu futuro conmigo -. Lo que yo le respondí: – No hay lugar para un escritor como yo en Colombia.

 

– ¡Oh mi nena! Tú sabes que te adoro. No se sabe lo que vaya a pasar.

 

Pienso en lo duro que la debe estar pasando. Llora.

 

– Estoy muy sola sin ti.

 

Subo a la terraza en donde está reunido el grupo. Este tipo de circunstancias son las que recrean perfectamente el chiste de que estaba un francés, un ingles, un alemán y un colombiano en la torre Eiffel que se está incendiando o algo así, como cuando yo estaba en Bratislava en 2001 con un ingles, un australiano que llevaba viajando de mochilero por más de 7 años y un japonés, en un bar subterráneo de esos que sólo se ven en las películas con mafiosos rusos rodeados de las mujeres más lindas del mundo. Tiempo después de que yo me quedo con el inglés pelando rumba, el australiano vuelve irrumpiendo en la madrugada diciéndonos que nos robaron a todos en la pensión de la señora Schubertova en la que nos estamos quedando y que le dieron una tunda al ladrón, que es el propio hijo de la señora Schuberthova que ya está preso en la estación de policía en donde están todas nuestras pertenencias, incluida mi mochila. Nos cuenta que le reventó la cara a puños mientras que el japonés le mordía la nuca y la señora Schuberthova les pegaba con el tacón de un zapato a todos incluyendo a su hijo.

 

– Eso pasa todos los fines de semana en esa pensión – nos dice el oficial de policía en la estación en donde nos toca pasar lo que queda de la noche a los 4 en un cuartito de 2 X 2.

 

El alemán habla de lo feliz que la está pasando desde que no tiene el restaurante, el Chileno asiente con la cabeza cuando la gringa dice que los hostales son buenos sitios para conocer gente y el tema se va tornando hacia lo sexual. Un argentino amigo de Jennifer cuenta que hace dos semanas en El Calafate se dio cuenta de que su cama se estaba moviendo hasta que captó que una costarricense “muy bonita” la estaba halando hacia ella.

 

– Cuéntanos un cuento, tu que eres escritor – dice la austriaca.

 

– ¿Un cuento cualquiera?

 

– No, de sexo – dice la gringa.

 

Pienso en alguno mientras que el alemán menciona que el sexo es lo mismo en cualquier parte del mundo.

 

– Ok. Ya lo tengo. Ocurrió en Varsovia en 1998. Yo llegaba desde Cracovia en un tren y estaba haciendo la fila en la información turística cuando una finlandesa que estaba atrás  mío me preguntó algo y en ese momento se nos acercó una señora a decirnos que nos ofrecía alojamiento económico. Fuimos a su apartamento y nos mostró una cama doble antes de captar que no veníamos juntos. Nos dio otro cuarto en el que había una cama angosta y un asiento cama muy incómodo que por supuesto me toco a mi. Salimos a caminar la ciudad y a tomar algunas fotos antes de volver al apartamento. Me dormí aquella noche inquieto al pensar que tenía a la mujer al lado. Al día siguiente me invitó a la casa de una amiga polaca que había conocido en un trabajo de verano recogiendo manzanas en Bélgica. Por la noche salimos a dar una vuelta por un parque antes de que volviéramos al apartamento, ella se bañara y yo me mordiera las manos pensando cómo decirle que quería dormir con ella. Cuando volvió del baño se metió en su cama con gafas. – ¿Por qué te pones las gafas? – pregunté. “Para ver mejor los sueños”. – ¿En serio? “No seas bruto, voy a leer”. Leyó un poco. Óyeme, me puedo pasar a tu cama, sólo quiero sostenerte. “Pensé que nunca lo ibas a preguntar”.

 

– ¿Hasta ahí llega el cuento? – pregunta la gringa.

 

– Sí, ¿qué querías?

 

– Los hombres son unos lentos – dice la austriaca. – Siempre hay que ayudarlos.

 

Le pregunto al alemán si es normal que las niñas inviten a los hombres a las casas de sus padres en Alemania.

 

– No mucho.

 

Le cuento que en la Republica Checa una mujer me invitó a la casa del papá una vez, y que a otro amigo colombiano le pasó lo mismo en Francia. – Los papás les llevaron el desayuno a la cama – le digo.

 

– Hay de todo pero no es frecuente.

 

– ¿A ti te pasó?

 

– Nunca. Para eso están los parques y otros sitios.

 

-Mi mamá siempre me dice que haga lo que quiera mientras que ella no se de cuenta – dice la austriaca.

 

– ¿Tienes hijas? – le pregunto al alemán.

 

– No.

 

– ¿Y si tuvieras aceptarías que llevara hombres a tu casa?

 

Le cambia la mirada: – ¡Por supuesto que no! -. En ese momento me llega a la cabeza la frase del australiano de Bratislava quien concluyó luego de 7 años de viaje que en realidad en todos lados es igual.

 

– ¿Quién no creció jugando al médico para empezar a tocarse con los niños? – dice la austriaca.

 

La noche transcurre mientras hablamos de algunas otras cosas hasta que me vence el sueño.

 

– Bueno, me voy a dormir.

 

Ja vai, outra veis tan cedo.

 

– Eu estou cansado.

 

Sabe uma coisa. El cuento de voce. Eu gustei muito. Eu tambein quisera “sólo sostenerte”.

 

Le cuento lo de Tatiana: – El hostal me acuerda de ella. Todo me acuerda de ella.

 

Esta historia queda en continuará…, porque el mundo es mejor verlo con los propios ojos que por el Discovery Channel. (Las publicaciones se harán los martes y jueves aunque su periodicidad no puede garantizarse dada la naturaleza del viaje). Para ver más fotos del viaje diríjase a las páginas www.eduardobecharanavratilova.blogspot.com y www.brasilendosruedas.blogspot.com Agradecemos a los siguientes colaboradores: Embajada brasilera en Colombia, Ibraco (Instituto cultural de Brasil en Colombia), Casa editorial El Tiempo, eltiempo.com, Avianca, Gimnasio Sports Gym y la revista Go “Guía del ocio”.

 

——–

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Mi nombre es Eduardo Bechara Navratilova. Escribo como acto liberador que me ayuda a escapar del mundo, así termine volviendo a él. Me sirve para entender mis propios actos, aunque admito que acabo con más preguntas que respuestas. Tengo defectos despreciables, que dejaré al lector descubrir por si mismo. Detesto los trancones, las modelos y hacer fila en los bancos. Me gusta el fútbol y la rumba, me gusta la gente que persiste. Tengo los títulos de derecho (1999) y literatura (2005) en la Universidad de los Andes. La novia del torero, Editorial La Serpiente Emplumada (2002) y Unos duermen, otros no, Editorial Escarabajo (2006), son mis dos novelas publicadas. No tengo un peso en el banco, pero me he recorrido medio mundo en viajes. El ser humano y su comportamiento son mi tema de fondo.

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