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(Esta travesía no podría hacerse sin el patrocinio de Gótica Eventos, Damovo y Hanna Estetics, Bogotá)

 

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La belleza está en todas partes: el jugueteo de dos perros, el movimiento del agua, el embrujo de una sonrisa femenina.

 

Tomo un taxí que me lleva al puerto del Buquebus. Mi estadía en Buenos Aires se ha alargado mucho y es hora de seguir adelante. La indecisión es un defecto grande. Muestro mi tiquete y me dan un pasabordo. Entro a inmigración y paso por la policía argentina y uruguaya. La última vez que estuve ahí fue con Tatiana. Una vacío de entraña me acompaña. Una añoranza profunda. Espero un poco hasta que se inicia el abordaje y elijo un cómodo asiento parecido al de un avión, en una  de las varias filas dispuestas para los pasajeros. Saco mi computador y lo enciendo.

 

– ¿Agarra Internet aquí? – me pregunta un hombre con acento colombiano, sentado al otro lado del pasillo. Dejo que los programas se terminen de iniciar y busco.

 

– No, aquí no hay conexión inalámbrica.

 

– Todo el planeta podría estar cubierto. Ya hay suficientes satélites sobrevolando la tierra. No lo han querido hacer por negocio – dice. Voy a escribir en el teclado pero se levanta de su silla y se aproxima. Es un hombre de unos cincuenta años, bien trajeado. Nos presentamos.

 

– ¿Es la primera vez que viaja en el buquebus?

 

– No.

 

– Vale lo mismo que el avión, ¿sabía? Lo tomé porque quería ver cómo era. Dura una hora ¿no?

 

– Dura 3. A Colonia de Sacramento es una sola.

 

– Hubiera cogido el avión – dice molesto. – Voy a Montevideo a hacer negocios, soy empresario. ¿Usted que hace?

 

– Soy escritor, estoy escribiendo crónicas.

 

– ¿Usted es el que se va a recorrer Brasil en bicicleta?

 

– ¡Sí! – digo asombrado – bueno, iba.

 

– Ayer lo leí en El Tiempo. Me encanta la página de ese periódico, es muy completa. Fíjese usted. Yo también tuve ganas de escribir un artículo en Buenos Aires, para enviárselo al Clarín: de cómo salí a la calle y me unté el zapato de mierda. No hice sino esquivar mierda de perro en la calle.

 

– Es como París.

 

– Peor. Oiga, interesante lo que hace. Cada quien tiene sus propios cuentos. Hace un año vine a cerrar unos negocios. Después me fui a uno de esos lugares de striptease en el que me sacaron mucha plata. Salí muy borracho con ese sentimiento maluco de que me habían robado. Usted sabe, de haber pagado algo exagerado. Cogí un taxi y sentí que el taxista me estaba dando vueltas innecesarias por la ciudad de manera que lo insulté, ya venía picado, nos bajamos y me clavó un puño que me dejó en el hospital con puntos en la cara. Eso es Buenos Aires para mi. Y lo chistoso es que me estaba cobrando como seis pesos o algo así de ridículo.

 

De noche el centro de Montevideo es silencioso. Por lo menos eso es lo que se percibe desde la terraza del Hostal Ciudad Vieja. Las calles desérticas no dejan escapar ruidos y es más fácil ver gatos vagando por ahí que personas. Para un visitante podría tratarse de una ciudad fantasma.

 

– Uruguay tiene una población decreciente. Aparte, la mayoría de jóvenes se van del país a estudiar o trabajar a Europa, los Estados Unidos o al Brasil – me dice Dahia una joven uruguaya que trabaja ahí. Dos chilenas que estudian ingeniería en Santiago hablan con un inglés de 41 años llamado Matt, quien dice que no le gusta Buenos Aires porque el agua que producen los aires acondicionados lo salpican cuando camina por los andenes. Tiene la nariz recta y los pómulos salidos, las cejas pobladas, el pelo largo y una barba de algunos días. Sus dientes están manchados de vino. Una de las mujeres lo mira con atención, la otra hace cara de aburrida. Me preguntan qué hago. Les cuento. Me piden que suba mi libro. Dahia lo compra. Los cuatro llegaron del litoral uruguayo hace dos días. El inglés cuenta que fue DJ de música electrónica en Londres, tuvo un bar en Barcelona y en la actualidad es dueño de un hostal en Costa Rica. – Ahora ando escribiendo un libro de piratas – dice.

 

– Has hecho de todo – le digo.

 

– Sí.

 

– Pero no has sido constante.

 

– Es cierto. Aunque en realidad nunca me ha interesado destacarme. Busco satisfacer mis necesidades interiores. Unas personas cambian la vida de otros, yo entretengo. De pronto tú cambiaste el mundo, pero yo te presenté a tu esposa. El chico conoce a la chica para siempre y es en mi noche. Yo soy un catalizador.

 

Hablamos de algunas otras cosas a medida en que tomamos una y dos botellas de vino. Hace algo de frío, el viento es insistente y se cuela por entre la camiseta. La chilena que estaba aburrida se va, Dahia y yo bajamos, Matt y la otra chilena se quedan besando en la terraza.

 

Al día siguiente me despierto con el golpe de un objeto que me cae del camarote de arriba en toda la cara. Tengo guayabo. Me incorporo un instante sentado en el borde de la cama. Una brasilera simpática se asoma desde arriba.

 

– Tu revista me calló en la cara – le digo.

 

– ¡Ohh! disculpa por favor -. Me cuenta que es de Río de Janeiro. Le pido que me hable del carnaval. – El carnaval de Río se volvió algo muy turístico. Ya no es como antes. La mayoría de cariocas escapan de la ciudad por esos días. Se llena de gente extraña y los precios se triplican.

 

Camino por la Plaza Matriz en la que hay una iglesia colonial y una fuente de mármol blanco, que no se qué personaje trajo pieza a pieza desde algún sitio de Europa. Tomo la calle peatonal Sarandi, entre algunos puestos de ventas varías, parecidos a los de la Recoleta en Buenos Aires.

 

– Hoy vienen dos cruceros  El centro de la ciudad cambia completamente esos días – me dice una mujer que vende cadenas y otras joyas de oro.

 

Llego hasta la puerta antigua de la ciudad a la que le pusieron un soporte, ya que la construcción original en piedra amenazaba caerse. Voy a tomarme una foto cuando una mujer se ofrece tomarla. Hablamos un momento. Es de Brno. Le digo que mi mamá es checa. Se emociona hasta que llega su novio, un australiano de mal carácter. Camino por la plaza de la Independencia en la que contrastan edificaciones clásicas con unas modernas, como la de un edificio construido con arquitectura gótica parecido a un cohete gigante a punto de despegar, o uno setentero con arquitectura cubista, de ventanas cuadradas con soportes rectangulares para los aires acondicionados, que resulta muy poco estético. A uno de los costados está el museo de los presidentes y del otro lado de la Plaza, la embajada de Chile y el Palacio Salvo. En el centro hay un gran monumento de Artigas montando un caballo. Le tomo una foto. Desde ahí se alcanza a ver en una esquina aledaña, el costado del Teatro Solís y su construcción clásica. Sigo derecho caminando sobre la Avenida 18 de julio hasta llegar a la Plaza Fabini en donde hay un monumento de unos caballos y jinetes entreverados. De ahí parte una ancha avenida diagonal llamada Libertador Brigadier General Lavalleja que termina en el Palacio Legislativo que se ve a lo lejos. Es muy parecida a una avenida en Bruselas que también termina en un edificio estatal. Más adelante hay una tercera plaza en donde está el palacio Piria en el que queda la Corte Suprema de Justicia. Es un día laboral, pero aún así, las calles se sienten vacías. Me devuelvo caminando de nuevo por la peatonal Sarandí hasta llegar a la ciudad vieja, llena de calles angostas y edificios de fachadas clásicas que lucen descoloridas y ajadas, mostrando el esplendor de otra época. Toda la ciudad tiene un dejo europeo. Llego hasta Plaza Zabala y bajo por Solis hasta el Mercado del Puerto, un pintoresco lugar lleno de restaurantes de carne, dentro de un gran edificio de concreto cubierto por una estructura de vidrios y metal pintado de verde. En el centro del sitio hay un gran reloj del mismo color, como en una estación de tren. Hay mucho movimiento, especialmente de turistas. – Este era antes el mercado público de la ciudad – me dice un viejo mesero de bigote que luce una delgada camisa blanca, un chaleco de lino y un corbatín negro que hace juego con un pantalón del mismo color. Su pelo está lleno de canas. Pienso en que los mismos meseros pertenecen a otra época, lucen tan clásicos y tan desgastados como las propias fachadas de los edificios. Le pido una milanesa. Estoy almorzando cuando veo a Camila, la brasilera del hostal en Buenos Aires que huele a mi abuela. Me acompaña a la mesa.

 

– ¿Qué carnaval me recomiendas? – le pregunto.

 

– En el sur de Brasil no vas a encontrar un buen carnaval. En Porto Alegre las personas salen huyendo de la ciudad. Podrías irte a Laguna en el estado de Santa Catarina o incluso a Florianópolis.

 

Por la tarde tomo un bus que pasa por una parte más nueva de la ciudad, hasta Punta Carretas, un moderno centro comercial que se construyó en lo que antes era una vieja cárcel. De ida veo un bonito paseo lleno de árboles, parecido al paseo Colón de Madrid. La arquitectura de las casas sigue siendo clásica y se notan en un mejor estado de conservación. De vuelta camino por la costanera viendo el color marrón de las movidas aguas del Río de la Plata que se extienden hasta el horizonte. Es posible ver visos azules, producto de la mezcla con aguas oceánicas que provienen del Atlántico. El sol cae perpendicular molestando la retina. En algunos puntos del recorrido hay hombres pescando, un papá con su hijo y su perro jugando a lanzar un palo al río para que éste lo traiga de vuelta. Algunas mujeres toman el sol mientras que un par de jóvenes se secretean en una banca y hacen silencio mientras yo paso a su lado. Continúo adelante pensando en que he aprendido a vivir con el dolor por fuerza de costumbre. Desde ese domingo de septiembre luego de un partido de fútbol de exalumnos del colegio, en el que se reavivó, sin motivo aparente, una hernia discal que se me había producido hacía cinco años levantando un tanque de buceo.

 

Voy cargando la pierna una vez más, esa es mi cruda realidad. Pensé que podía normalizar el dolor así como lo hice aquella vez a punta de fisioterapia, pero el fuerte entrenamiento que realicé durante meses para llegar en forma al Brasil, lo único que hizo fue empeorar una lesión que se volvió crónica, junto con un dolor que empecé a masticar en silencio para que nadie se interpusiera entre mi meta y yo. – Opérate antes de irte – me dijo Tatiana mil veces, pero yo confiaba en que el dolor se iría con la fisioterapia, así como se había ido hacia años. Corrí la maratón Nike de los 10 kilómetros en Bogotá lesionado, sólo para demostrarme a mi mismo que si podía correr así una maratón, me podría recorrer la costa brasilera en bicicleta. A lo lejos veo aparecer un crucero en el horizonte, que sobrepasa la escollera Sarandí donde termina la ciudad vieja. Se aleja silencioso remontando el Río de la Plata.

 

Esta historia queda en continuará…, porque el mundo es mejor verlo con los propios ojos que por el Discovery Channel. (Las publicaciones se harán los martes y jueves aunque su periodicidad no puede garantizarse dada la naturaleza del viaje). Para ver más fotos del viaje diríjase a las páginas www.eduardobecharanavratilova.blogspot.com y www.brasilendosruedas.blogspot.com Agradecemos a los siguientes colaboradores: Embajada brasilera en Colombia, Ibraco (Instituto cultural de Brasil en Colombia), Casa editorial El Tiempo, eltiempo.com, Avianca, Gimnasio Sports Gym y la revista Go “Guía del ocio”.

——–

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Mi nombre es Eduardo Bechara Navratilova. Escribo como acto liberador que me ayuda a escapar del mundo, así termine volviendo a él. Me sirve para entender mis propios actos, aunque admito que acabo con más preguntas que respuestas. Tengo defectos despreciables, que dejaré al lector descubrir por si mismo. Detesto los trancones, las modelos y hacer fila en los bancos. Me gusta el fútbol y la rumba, me gusta la gente que persiste. Tengo los títulos de derecho (1999) y literatura (2005) en la Universidad de los Andes. La novia del torero, Editorial La Serpiente Emplumada (2002) y Unos duermen, otros no, Editorial Escarabajo (2006), son mis dos novelas publicadas. No tengo un peso en el banco, pero me he recorrido medio mundo en viajes. El ser humano y su comportamiento son mi tema de fondo.

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