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La carde caía en Filadelfia dibujando un gris plano sobre el cielo. Las ramas esqueléticas de los árboles contrastaban con la fachada crema del centro Liacouras, y su gran techo abombado de vértice sobresaliente. Una línea roja resaltaba sobre una serie de ventanas prolongadas en los dos frentes del coliseo de basketball, que daba a las calles 15 y Montgomery. Faroles rojos, dispuestos a unos tres metros de distancia uno del otro, pendían de la pared intercalados con otra serie de ventanas.

 

Por el andén de Montgomery, subían caminando dos personas vestidas de negro y bajaba un ciclista con chaqueta. Del otro lado de la calle, una larga y ancha fila se extendía cuadra arriba desde la esquina de Broad, contra el borde de la gran estructura cuadrada en piedra del McGonigle Hall. La fila, interrumpida en el paso por la calle 15, continuaba en la siguiente cuadra al lado de un complejo deportivo, donde se apreciaba un campo de entrenamiento y una pista atlética de tartán, en la que algunos estudiantes corrían a diferente paso, en pantalón y saco de sudadera.

 

– ¿Ya estás registrado para votar? -, me preguntó una señora con ojos expresivos, embutida entre una camiseta blanca con el nombre de Hillary impreso en el pecho. Sostuvo un esfero y una tabla con diversas hojas expectante frente a mí.

 

– Soy extranjero -, le respondí.

 

– ¡Ayyy! Qué pena -, dijo alejándose con expresión abierta de haber perdido un voto.

 

Frente a mi, hacían fila diversos estudiantes, entre los que estaban uno con un saco de sudadera azul con capucha, uno afro-americano de chaqueta clara, una joven de rasgos orientales con saco rosado, bufanda roja y gafas redondas de marco plateado, un joven algo narizón con una gorra negra inclinada hacia arriba, uno de chaqueta roja y camisa azul clara, con cierta alopecia prematura, una joven de chaqueta roja leyendo un folleto con interés, y otra pasada de kilos, en cuyo rostro se resaltaban sus grandes cachetes colorados a punto de caer cómo los de un boxer.

 

La fila se extendía detrás de mí hasta llegar a la calle 16, por donde unas casas de color ocre de dos y tres pisos, marcaban el inicio de uno de los barrios afro-americanos del norte de la ciudad.

 

Me entretuve viendo a algunos jóvenes lanzado jabalinas en el complejo deportivo, mientras la fila avanzaba de forma lenta hacia la esquina de la 15, en la que un guardia de la universidad custodiaba la zona dentro de una caseta blanca.

 

– Hillary se debería retirar y dejar a Obama como candidato del partido Demócrata. Lo único que está haciendo al insistir en esta campaña es fortalecer a McCain -, escuché que le dijo una joven a otra detrás de mi.

 

– Conociendo a los Clinton no se van a retirar sino hasta el final, cuando se vean totalmente perdidos -, le respondió la amiga.

 

– Cualquier cosa puede pasar todavía -, dijo una tercera de rasgos asiáticos, pelo negro y labios rojos, que volteó sus ojos cuando la miré.

 

Sentí una vibración en el bolsillo del pantalón, saqué el celular y le contesté a Camilo Aguirre.

 

– Ya estoy parqueando, ¿dónde está, guevón? -, preguntó.

 

– Llegando a la 15 con Montgomery.

 

– En dos minutos estoy allá.

 

Llegué a la esquina, donde una reja plateada se extendía hacia el norte, resguardando la pista atlética. Un campo de hockey en grama y otro campo de fútbol se veían a lo lejos. Del otro lado de la calle, aparecían algunas canchas de tenis y otras de voleibol. Unos reflectores encendidos alumbraban la tarde, empotrados a media altura en la fachada del edificio McGonigle.

 

– Increíble que sea aquí, en Pensilvania, donde ya se empiece a definir todo -, comentó una de ellas de nuevo.

 

– La familia de Hillary es de aquí; eso le puede dar una ventaja, aunque bueno -, dijo la amiga dudando -, Filadelfia es una de las ciudades con más afro-americanos del país. En realidad, todo está por verse.

 

Pasé la calle en la que un policía con uniforme azul y amarillo, dirigía el tráfico frente al semáforo. De su cinturón negro pendía una pistola ajustada en su cartuchera y unas esposas plateadas, que se movían cada vez que agitaba su brazo, dándole paso a los carros. Una señal de transito de una flecha blanca sobre fondo negro, con las palabras ONE WAY, indicaba la dirección de la vía.

 

– Entonces qué, guevón -, me dijo Camilo estrechando mi mano al llegar. – ¿A qué horas es que habla la cucha? -. Lucía un gorro de lana gris que jugaba con su saco de sudadera, en el que la palabra TEMPLE resaltaba en letras vinotinto.

 

– A las cinco y media; dentro de poco -, respondí mirando el reloj.

 

Continuamos avanzando en medio de la fila, junto a la pared en piedra del McGonigle Hall, en donde una fila continua de árboles esqueléticos llegaba hasta Broad. Los pendones rojos de la universidad con la letra T blanca, se sacudían con el viento en cada uno de los postes.

 

– En diciembre me conseguí uno y lo colgué en mi cuarto en Pereira -, me dijo Camilo orgulloso, antes de que nos abordara un joven de barba delgada y gorra, con una pancarta en la que aparecía el interior de una botella de agua, lleno de pastillas de varias formas y colores.

 

– Los ciudadanos de Filadelfia estamos tomando agua contaminada. Salió hoy en un artículo de Metro -, nos dijo mostrándonos la página del periódico en la que sobresalía un título que decía: Drugged Water.

 

– ¿Cómo así? -, le pregunté.

 

La tubería de la ciudad es tan vieja, que las aguas negras se filtran a los posos de agua limpia, cargadas con residuos de los medicamentos que la gente toma y luego expulsa, como Xanax, Adderall, Ridelin, Viagra, Oxicoten y muchas más.

 

– Aquí cada loquito aprovecha para mostrarse -, dijo Camilo una vez lo dejamos atrás y vimos un oso polar con un letrero en la mano que decía: Stop Global Warming. Nos fuimos acercando a él y detallé que la palabra Stop estaba escrita en rojo, la G de Global era verde, el resto de letras negras, y Warming aparecía en azul. Me paré frente a él, levanté la cámara, él levantó el letrero y le tomé un par de fotos, en las que sobresalía su achatado hocico negro delineado hasta su boca medio abierta y oscuros ojos, al contraste del acolchado disfraz blanco nieve con máscara de orejas redondas, guantes y vestido enterizo hasta los zapatos.

 

– Camilo, tómeme una foto con él, porfa -, le dije pasándole la cámara. El oso volteó el letrero de cara, a uno que decía en finas letras rojas: Save the HUMANS. Me paré a su lado, Camilo apuntó y tomó la foto.

 

– ¿How you doin´, Eduardo? -, me dijo.

 

Me sorprendí al ver que el oso polar sabía mi nombre, aunque de inmediato capté que se trataba de Matthew Himmelein, el director de la asociación de estudiantes para la acción ambiental, a quien había conocido en el centro de actividades estudiantiles de la universidad.

 

Llegamos a Broad en donde le seguí tomando fotos contra el semáforo y el Conwell Hall, levantado a semejanza de un viejo castillo medieval, con delgadas ventanas verticales y torres cilíndricas en los extremos, sobre las que ondeaba la bandera de la universidad.

 

A su lado estaba el Wachman Hall, de ventanas rectangulares y losas cuadradas color crema, en el que aparecía una enorme T blanca pintada sobre un rojo cereza, en una parte de la fachada que daba hacia el sur.

 

– Esa T es tan grande que se ve desde el centro en City Hall -, dijo Camilo.

 

Unos tibios rayos del sol caían sobre el asfalto. El flujo normal de carros subía o bajaba por la calle Broad, hacia el centro de la ciudad.

 

Frente al McGonigle Hall, estaban parqueados los vehículos de las cadenas televisivas y noticieros más importantes de los Estados Unidos. La camioneta de NBC era la primera que abría una fila en la que se destacaba un sofisticado camión de CNN, con un gran platillo repetidor de color blanco sobre el techo. Dispuestas sobre el andén, varias cámaras de video, reflectores y cajas con equipos electrónicos, eran custodiadas por uno de los empleados del noticiero, sentado sobre un carro transportador. Por la puerta abierta, pude observar en su interior un gran panel con varios computadores y aparatos digitales con múltiples botones y luces que un par de hombres con micrófonos sobre sus cabezas, accionaban con propiedad sentados en dos cómodos asientos.

 

– Que tal el juguete, guevón -, comentó Camilo.

 

– Quien sabe cuantos millones de Dólares cueste -, le respondí.

 

La escultura en bronce de un gimnasta levantando a su pareja en el aire, aparecía frente a otros camiones y camionetas de los noticieros ABC, CBS, y Comcast. Cerca a la entrada del edificio estaba parqueada la del noticiero 6 Action News, de cuyo techo salía una antena de unos nueve metros de alto, rodeada por un cable rojo en espiral que llegaba hasta la punta, donde un receptor se levantaba contra la gran letra T pintada en la fachada del Wachman Hall. Al lado estaba el camión negro de FOX29 Philadelphia, en el que un gran disco repetidor de color blanco también aparecía abierto contra el cielo.

 

Subimos por las escaleras que llevaban a las puertas de vidrio, a medida en que la fila avanzaba en medio de innumerables policías bien armados y agentes que custodiaban la entrada.

 

– Está bien protegida la cucha -, dijo Camilo.

 

– Lo que eso le cuesta al Estado.

 

La fila se dividió frente a las puertas del McGonigle Hall, donde pendía una gran pancarta en rojo y letras blancas que decía DeTerminaTion. Dejamos los celulares, cámaras, llaves y monedas en una mesa contigua, y entramos a través de un detector de metales, igual al de un aeropuerto. Un agente con guantes de latex me dijo que le diera mi mochila, al tiempo en que otro de pantalón y saco negro me hizo abrir los brazos y me requisó pasando un detector de metales por mi cuerpo. A Camilo le hizo lo mismo.

 

Me devolvieron la maleta y caminamos por un corredor de paredes claras, que daba al interior del centro deportivo, donde hacia unos meses, había visto un partido del equipo de voleibol de la universidad. Fotos de los campeones históricos colgaban a uno y otro lado hasta la entrada del recinto, por donde se escuchaba una algarabía.

 

– ¿Vemos a la cucha desde las tribunas o desde el piso? -, me preguntó Camilo.

 

– Desde el piso -, le respondí.

 

 

Espere dentro de poco la parte II de la crónica: De cara a Hilary Clinton.

 

Vea más fotos en www.eduardobecharanavratilova.blogspot.com

 

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Mi nombre es Eduardo Bechara Navratilova. Escribo como acto liberador que me ayuda a escapar del mundo, así termine volviendo a él. Me sirve para entender mis propios actos, aunque admito que acabo con más preguntas que respuestas. Tengo defectos despreciables, que dejaré al lector descubrir por si mismo. Detesto los trancones, las modelos y hacer fila en los bancos. Me gusta el fútbol y la rumba, me gusta la gente que persiste. Tengo los títulos de derecho (1999) y literatura (2005) en la Universidad de los Andes. La novia del torero, Editorial La Serpiente Emplumada (2002) y Unos duermen, otros no, Editorial Escarabajo (2006), son mis dos novelas publicadas. No tengo un peso en el banco, pero me he recorrido medio mundo en viajes. El ser humano y su comportamiento son mi tema de fondo.

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