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El
ruido de Chestnut Street se cuela por la ventana
y distrae mi lectura.
Por un
megáfono me llega el canto amplificado de un hombre que interpreta What a wonderful World. Su voz gruesa imita la de Louis Armstrong.
La quietud del invierno que enfría los
ánimos de Filadelfia, contrasta con el movimiento del verano con la gente
volcada a la calle.

Tengo
el aire acondicionado al máximo. Según me cuentan, este verano de 2008 está
particularmente caliente. Me levanto del sofá y echo agua en mi cara. Llevo un
puñado de maní a la boca y vuelvo a la lectura. Intento concentrarme. No lo
consigo. Tengo una idea rondando en la cabeza: quiero durar veinticuatro horas
en la calle como un mendigo. Lo he venido pensando desde hace meses. Cierro el
libro Miguel Estrogoff de Julio Verne,
me preparo un sándwich de jamón y lo como sentado en el borde de la cama.

Con
la llegada del verano he visto a los vagos pululando en el centro de ´Philly´.
Hay uno en particular que se sienta contra la fachada de un antiguo banco y
escucha una grabadora ochentera. El otro día salí de mi edificio y había uno
echándose brandy en la cara. Tenía una de esas botellas chicas de avión y la
usaba como si fuera un perfume.

Termino
de comer y tomo fuerzas. Supongo que si voy a hacerlo éste es el momento. Las
cosas se hacen o no se hacen. Me pongo un jean desteñido, una camiseta blanca
roída en el cuello y unos tenis viejos. Me miró en el espejo y me suelto el
pelo. Los mechones largos caen al lado de mi cara. Con esta pinta puede que
parezca un mendigo estadounidense. Siempre cargan cosas. En el invierno los ves
con sacos de dormir, chaquetas calientes, gorros y guantes. Hay algunos que
tienen aparatos electrónicos y celulares. No se parecen en nada a los que hay
en Colombia y caminan las calles como harapientos, sin nada diferente a su
sombra y
la
oscuridad de su existencia.
En Brasil es igual. La pobreza
latinoamericana no es comparable a la que se vive aquí. Muchos mendigos de
Filadelfia viven del ´welfare´, la ayuda que les da el Estado. Aún así, piden
dinero y habitan las calles. Hay casos, por supuesto, en que es la pura pobreza
la que los bota afuera.

Bajo
en el ascensor y camino por el espacioso ´lobby´ del Adelphia House, un
edificio de más de cien años inaugurado como hotel de lujo en 1903. Saludo a
Timothy, el portero, y salgo al calor del día. Ayer hizo 99°F, unos 38°C, y
algunas personas, en especial de la tercera edad, murieron por exceso de calor.

Son
las dos de la tarde. Me fatiga pensar que estaré en la calle hasta mañana a las
dos. Ya veremos qué pasa. Me aventuro por Chestnut. Un par de mendigos fuman y
hablan en la esquina de la calle doce. El pico de una botella sobresale de una
bolsa a su lado. ¿Qué los habrá llevado a estar en las calles? ¿Quién sabe qué
vuelta del destino los trajo aquí? Puede haber sido el licor o las drogas. Esa
es una causa frecuente. Tal vez sus padres los descuidaron de pequeños o no les
dieron el amor necesario, ni los incentivaron. Mi papá dice que cada persona
tiene unos alambritos que deben ser desenrollados. Cada uno de esos alambritos
son aptitudes que bien desarrolladas pueden llevar a un niño a perfeccionar
destrezas esenciales. Enseñarle a nadar, a pintar, a leer y escribir, a montar
bicicleta o patines, a tocar un instrumento, las matemáticas, una lengua
extranjera y otras condiciones que le van a ir dando la posibilidad de
defenderse en el mundo y asumir la vida con entusiasmo. Khalil Gibran las llama
flechas. Cada una de estas flechas te posibilita para valerte frente al mundo. Entre
más flechas tengas más herramientas a tu favor tendrás.

Camino
hasta Broad Street. El sol picante cae sobre la fachada de ´City Hall´. La
estructura de granito se levanta imponente sobre el cielo azul. Me siento en el
borde de una maceta y analizo mi próximo paso. Puedo pararme en la esquina y
empezar a pedir dinero. Una especie de pánico escénico me invade. No es fácil
pedirle plata a alguien. Esto también requiere de práctica. Lo medito por un
tiempo y tomo fuerzas. Le estiro la mano a una mujer de jeans y camiseta.

–Disculpa, ¿tienes cambio que te sobre?

Me
voltea los ojos y sigue derecho. Lo mismo pasa con un señor de sombrero. Vuelvo
al borde de la maceta. Va a ser más difícil de lo que pensé. Enfrentarse a la
vergüenza de pedir dinero en la calle es el primer obstáculo. Vuelvo a
intentarlo una y otra vez de forma infructuosa. Me siento de nuevo. Ser un vago
no es tarea fácil. Luces desamparado, careces de un plan, la gente te quita la
mirada cuando pasa a tu lado. Es una indicación expresa que estás excluido de
la sociedad.

Venzo
la humillación, estiro la mano y una señora con una bolsa arruga la cara con
desagrado. Me contento con el ejercicio de ver pasar la gente. Eso no va a
pagar mi comida. Le extiendo la mano a una señora con gafas negras sentada en
uno de los bordes.

–Disculpa, ¿tienes algo de cambio?

–¡Oh no! Lo Siento.

Me sumo en un estado de tristeza. Un sentido de abandono
que te llega hasta los huesos.
No tengo a dónde ir. El sentimiento
me golpea.
La sola idea da
miedo. Las personas caminan a tu lado en una dirección determinada, tienen una
vida, un destino inmediato, una motivación que las mueve, una tarea:
desplazarse de un punto A a un punto B. Alguien los espera: el trabajo, un
amigo, un familiar, en el peor de los casos un allegado. Tú no tienes a nadie.
No hay un destino inmediato, una dirección, una tarea, da igual si volteas por
una esquina o por otra. Todas están llenas de personas que te miran de arriba
abajo con desconfianza.

Creo que de vago me muero de hambre como lo hacen
muchos, pero en serio. Una joven pasa y le pido dinero. Me mira con desprecio.
Un vago se quita los pellejos de una mano mientras mira al piso de forma
alienada. Es afroamericano. Luce jeans arremangados, camiseta amarilla y botas plásticas.

Camino hacia Samson Street. Me siento frente al
edificio del Banco Wachovia y le estiro la mano a los transeúntes que pasan por
enfrente. Todos, sin excepción, voltean la mirada. Me inunda cierta desolación.
Pasa un tiempo. No he conseguido nada y estoy aburrido. Saco la cámara de mi
bolsillo, paro a una joven y le pido que me tome una foto. Levanta la cámara y
lo hace.

–¿Parezco un mendigo?

–Sí.

–¿Me vas a dar algo de cambio?

Responde que no y camina en dirección a ´City Hall´. Ya
son las cuatro de la tarde. Los ´yuppies´ con trajes y corbatas pasan a mi lado
hablando por celular. Mujeres jóvenes lo hacen luciendo pantalones apretados o
´shorts´ con los que exhiben sus piernas. Ellas no hacen parte de mi mundo.

Paro a una afroamericana de esqueleto, jeans
desteñidos y dientes amarillos. El borde de uno de ellos luce negro pero sus
labios son atractivos y sus facciones agradables.

–¿Puedes tomarme una foto? –Lo hace. Me devuelve la
cámara con una leve sonrisa–. ¿Tienes algo de cambio que te sobre?

Saca un pucho desordenado de su bolsillo y me da un dólar.

–Muchas gracias. Eres la primera persona que me da
algo en todo el día.

–No te preocupes.

–¿En dónde trabajas?

–En el Marriott, aquí cerca. Soy camarera. Aunque
llevo cinco años y voy a renunciar. Ya estoy aburrida.

–¿Y tu teléfono? ¿Te lo puedo pedir?

–Estoy casada –responde con una sonrisa. Se va
caminando hacia el sur por Broad Street.

Quedo sorprendido. La persona más humilde es la única
que me ha dado algo. Miro orgulloso el billete en mi mano. Me quedo ahí hasta
las cinco y media pero nadie más me da un centavo.

En la intersección con la calle Walnut un loquito sin
camiseta grita: –Están aquí. Han venido del espacio a invadirnos. ¿No los
pueden ver? –Lo repite una y otra vez.

De subida por Walnut hay otro de raza blanca hablando
para sí. –Dios bendijo a Nueva York. Él va a venir a bendecir a Filadelfia, él
dijo, adviérteles…

Un peatón para en el semáforo de la dieciséis y le da un
mordisco a un burrito de Qdoba. Recuerdo que no he comido. Me detengo frente al
restaurante Brasserie Perrier. Varias personas beben cócteles y cervezas
heladas en vasos que sudan. Pienso en pedirles una moneda pero no me atrevo. La
deshonra es difícil de manejar aún si es auto-impuesta. El orgullo me impide
humillarme frente a una mesa de ´yuppies´. En las de Alma de Cuba, una pareja
toma martinis. Acompañan sus tragos con una entrada apetitosa de palmitos.

 

Espere mañana “Mendigo por un día” – Parte II – Por:
Eduardo Bechara Navratilova

Vea fotos en: www.eduardobecharanavratilova.blogspot.com

www.eduardobechara.com

escarabajomayor@gmail.com

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PERFIL
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Mi nombre es Eduardo Bechara Navratilova. Escribo como acto liberador que me ayuda a escapar del mundo, así termine volviendo a él. Me sirve para entender mis propios actos, aunque admito que acabo con más preguntas que respuestas. Tengo defectos despreciables, que dejaré al lector descubrir por si mismo. Detesto los trancones, las modelos y hacer fila en los bancos. Me gusta el fútbol y la rumba, me gusta la gente que persiste. Tengo los títulos de derecho (1999) y literatura (2005) en la Universidad de los Andes. La novia del torero, Editorial La Serpiente Emplumada (2002) y Unos duermen, otros no, Editorial Escarabajo (2006), son mis dos novelas publicadas. No tengo un peso en el banco, pero me he recorrido medio mundo en viajes. El ser humano y su comportamiento son mi tema de fondo.

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