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Llevo dos semanas pensando que ya es 3 de octubre. Con mucha ansiedad deseo que el próximo lunes sea como un día cualquiera, con los mismos trancones, la misma indecisión a la hora de elegir qué almorzar o las ganas de hacer un crucigrama. Anhelo un poco de normalidad, de ese “modo piloto automático” que trae el fin de año.

¿Por qué? Vivo desde hace meses en un país tan polarizado, donde unas personas creen ser dueñas de la verdad absoluta y otras abandonan sus razones personales por las mentiras o señalamientos de los demás. Después del extraño momento de ayer, en donde víctimas, victimarios y espectadores confluían en un aún más extraño sentimiento, mezcla de esperanza con recelo, ahora nos vemos abocados a tomar partido en un acuerdo pactado durante meses, resuelto en 297 páginas y repartido a mansalva con la advertencia de si no se leía tendríamos en la frente el letrero de ignorantes.

Desde luego, aprobarlo o no jamás resolverá el asunto de fondo. La violencia ha estado y estará siempre en nuestras vidas. Convivimos con ella en formas explícitas, verbales y simbólicas. Y ahora convertimos la refrendación de un pacto entre el gobierno y un actor al margen de la ley en un asunto de vida o muerte, trazando una línea de batalla entre los que votarán sí, los que votarán no y los que no piensan salir de casa este domingo.  Ese ambiente de confrontación, y no de deliberación, es el que me tiene hastiado. ¿Teníamos que llegar a ese nivel?

El acuerdo con uno de los actores de esa violencia es un paso importante en el desarrollo de nuestra sociedad, a mi juicio  más incrédula que optimista frente a la idea de “un país en paz”. Y no solo por la incertidumbre del cumplimiento de lo pactado tanto por el gobierno como por las FARC-EP, sino por nuestra falta de argumentos y costumbres para hacer de esa “paz” un asunto cotidiano donde el respeto y la verdadera intención de compartir se traduzca en acciones efectivas.

Los que son empresarios ¿realmente darán empleo a los ex combatientes? ¿Han preparado a sus empleados para esa posibilidad? Los que son familiares de los ex combatientes, ¿apoyarán sinceramente a sus hijos, hermanos, tíos o sobrinos que solo aprendieron a empuñar un arma y a seguir órdenes sin mayor criterio? Los que alucinan con la toma del poder por parte de los dirigentes del nuevo partido político en que se conviertan las FARC-EP ¿no sería mejor esperar a ver con qué salen, a que estructuren una propuesta y la promuevan por una vía distinta a la de las armas y el terror? La reintegración depende en buena parte del entorno al que regresan y aún se oyen reproches del tipo “si no saben decir o hacer nada ¿por qué no vuelven al monte?”

La guerra que hemos vivido -y que está lejos de acabarse- es la que vivimos a diario con el presente y todas las pretensiones de un futuro incierto. Estamos acostumbrados a la envidia, a la desconfianza, a la sospecha, y los que ganan en ese río revuelto son los que finalmente tomarán las riendas de nuestra nación. Señores: el problema es nuestra actitud. No basta con perdonar si en el fondo esperamos que el guerrillero que participó de la masacre reciba su merecido en el infierno. Seguramente algunos ex combatientes, pasada la euforia, se aburrirán del asistencialismo estatal y la inquina del vecino para reconsiderar la delincuencia como alternativa. Esto sí es posible, y lo importante es evitar que ocurra, tratando de ser coherentes con nuestro sentir y manifestarlo para empezar a sanar heridas. Aquí sí será fundamental un trabajo desde el hogar, las instituciones educativas y el sector productivo para animar un escenario de convivencia con esa realidad que no es nueva, pues los procesos de reintegración se vienen llevando a cabo desde inicios de este milenio y continúan perfeccionándose para que la incorporación a la vida civil de los ex combatientes sea justamente un encuentro con esa nueva vida que desean llevar.

Durante este tiempo he compartido la información y toda clase de herramientas pedagógicas creadas para comprender los vericuetos de ese complejo acuerdo. Dicen que el papel lo soporta todo, así que hubiera deseado que la espectacularidad de su firma viniera acompañada de auténticas muestras de cambio de las partes involucradas, no solo de “ofrecimientos” de perdón o  anunciar “una guerra menos” en el mundo. Con la tradición de incumplimiento, de falta de responsabilidad que traemos en los genes sí me preocupa validar o rechazar algo que necesita hechos concretos para corroborar su genuino interés de “hacer la paz”.

Por esa razón Si van a votar con miedo o hipocresía mejor no voten. Si van a votar No con rabia, mejor quédense en la casa. En este momento yo no lo tengo claro. El domingo espero despejar esa duda. Si alguien se encuentra en la misma posición puede compartir su opinión en los comentarios.

@juanchoparada

juanchopara@gmail.com

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Periodista y filósofo. Máster en Dirección de Marketing Digital y Comunicación Web 2.0. Social Media Manager. Escritor cine, cultura, televisión, entretenimiento, sexualidad y tecnología.

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Comienzo por lo que me trajo aquí:



Me encantan, estos avances. Me encantan.

The interpreter (para nosotros, La intérprete, y como cosa rara, el título en español significa lo mismo que en el idioma original) es un filme dirigido por el estadounidense Sydney Pollack, estrenado en cines en dos mil cinco. El guión condujo a Pollack a grabar en las propias instalaciones de la ONU (localizadas en territorio internacional dentro de Nueva York), una historia con tintes políticos que recuerdan la situación más o menos reciente del actual presidente de Zimbabwe.

Estaba viendo hace unas horas cierta película francesa realizada exclusivamente para televisión hace unos años, no muy conocida por cierto, y me asaltó una duda que tenía desde hace un tiempo y que se avivó luego de ver La intérprete. La duda es la siguiente:

Lo más seguro es que todos conozcamos el aviso que aparece, usualmente escondido al final de los créditos de algunas películas, que dice lo siguiente, palabras más, palabras menos: "Los hechos relatados en esta película son puramente ficticios y no deben relacionarse con eventos pasados, actuales o futuros. (...) Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia."
Yo me pregunto: luego de ver una película que parece un documental acerca de una situación actual, ya sea ésta una realidad o no, ¿qué sentido tiene recurrir a este mensaje, si de cualquier manera los espectadores van a hacer la relación?

Es claro, hay que decir, que no todo el mundo tiene por qué captar estos parecidos. Pero los que sí los captan, lo comunican a los demás, y al final la película pasa a verse como lo que realmente es: una crítica por parte del realizador hacia una situación en particular. Punto. No importa qué tan imparcial se pretenda ser, haciendo uso del mencionado avisito.

En fin, no entiendo esta actitud, si de verdad algunos pretenden protegerse bajo dicho mensaje. Quisiera creer que lo colocan no porque no pretendan dar la cara luego de dar la opinión, sino porque es una especie de requisito, un asunto legal de obligatoria aparición al final de todos los créditos de todas las películas de todos los géneros. Aunque al final, sólo quien tuvo la idea de escribir la historia como quedó escrita es quien sabe qué opinión tiene.

Él y sólo él.

-

Sobre la película, hay un dato lingüístico interesante; se creó un lenguaje nuevo (lo llamaron "Ku"), con sus propias palabras, conjugaciones, reglas... es decir, un lenguaje aparte, sostenible por sí solo, basado en lenguajes existentes en el sur de África, pero que "aunque sería reconocido por habitantes de la zona (...), los confundiría", debido a su estructura gramatical, leo por aquí. En todas partes encuentro que el creador de este lenguaje es Said el-Gheithy, director del Centre for African Language Learning en Londres. En general, no encuentro muchas críticas positivas para la película, pero a mí me gustó.

Me encanta leer la columna Contravía, escrita por Eduardo Escobar. Y la de hoy termina con una reflexión que encuentro parecida a cierto diálogo de La intérprete. Aquí va el diálogo, para terminar y dejar de ocupar su tiempo, estimado lector. Lo traduzco burdamente, pero espero que se mantenga la idea.

Silvia Broome: (...) Siempre que alguien pierde a un ser querido, quiere vengarse de alguien más, o de Dios, a falta de alguien. Pero en África, en Matobo, los Ku creen que la única manera de poner fin al dolor es salvando una vida. Si alguien es asesinado, luego de un año de duelo se realiza un ritual llamado "la fiesta del ahogado". Se hace una fiesta durante toda la noche, junto al río. Al amanecer, el asesino es montado en un bote. Se lleva al agua y se le tira allí, amarrado, para que no pueda nadar. Entonces la familia doliente debe tomar una decisión; pueden dejar que se ahogue, o pueden lanzarse a salvarlo. Los Ku creen que si la familia deja que el asesino se ahogue, se hará justicia, pero pasarán el resto de sus vidas de duelo. Pero si lo salvan, entonces admitirán que la vida no siempre es es justa, y a cambio ese acto los liberará del dolor.


dancastell89@gmail.com

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1 Comentarios
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  1. albertolopez257489

    Guerra? no siga confundiendo a la gente, la mayoria de las victimas, fueron muertas en estado de indefension, la cobardia de la emboscada, bombas y minas, no hubo confrontacion hombre a hombre. eso se llama socariato, no guerra.

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