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La ejecución de la pena de muerte en Japón de tres condenados despertó nuevamente el debate sobre la compatibilidad entre la pena capital y la vocación liberal determinante en la definición de las democracias occidentales. Estados Unidos, La India y Japón son los únicos Estados de este corte en los que aún subsiste dicho castigo.

 

El gobierno ultraconservador japonés del premier Shinzo Abe apoyó de forma irrestricta la pena impuesta. Según el ministro de justicia, Sadakazu Tanigaki, se trató de un castigo justo, a la luz de la “crueldad” de los delitos cometidos por los condenados. Uno de ellos había violado a una menor de 4 años y para mayor gravedad, envió una foto de ésta a la madre de la pequeña.

 

Al observar las características con que son cometidos este tipo de delitos, no existen dudas respecto de la legitimidad de acciones por parte de la justicia. Es más, en el caso japonés la mayoría de la población apoya este tipo de punición. No obstante, la problemática en torno a la pena de muerte, dista de simpleza.

 

Primero, se debe recordar que la democracia no puede ser confundida con la dictadura de la mayoría, lo que en su momento advirtió John Stuart Mill. Los riesgos de la democracia aumentan a medida en que ésta se confunde con el poder de la opinión. El expresidente colombiano Álvaro Uribe llegó a afirmar que el estado de opinión era una suerte de estadio superior de la democracia. Tamaño error el desconocer que la democracia debe preservar a las minorías, y por encima de todo, procurar por la legalidad, al margen de las coyunturas marcadas por la opinión cambiante.

 

Segundo, en Estados Unidos algunos sostienen la hipótesis de una pena capital como instrumento de opresión contra la población afro-descendiente. Al igual que en Japón, la mayoría de la población en EEUU apoya la pena de muerte, pero cabe decir que esto no ocurre con los afro. Como lo sostiene el sociólogo Arnaud Gaillard autor del libro 999 sobre el tema (según el registro de los condenados a muerte que comienza con dicha cifra), del total de internos que esperan por la ejecución en dicho país, 42% son afro-descendientes, aún cuando representan tan sólo el 12% de la población. En cambio, la población blanca sometida a la pena de muerte alcanza el 44%, representando ésta el 72% del total de la población. Una cifra que da cuenta de la desproporción e invita a una reflexión profunda sobre la administración de justicia en Estados Unidos y la pena de muerte. Para Gaillard la conclusión es clara: dicha tendencia confirma una segregación racial que subsiste.

 

Por último, cuando se compara a Estados Unidos, Japón y la India con otras naciones donde se ejecuta dicha pena, como la República Popular China, Yemen, Corea del Norte o Irán, se tiende a asumir una brecha infranqueable entre ambos grupos de acuerdo a las garantías que provienen del régimen. No se trata de discutir lo contrario, pero se debe llamar la atención sobre la necesidad de definir si existe una contradicción insalvable entre la pena capital y el talante liberal que ha marcado a la democracia en estos tres Estados. Se asume a la India como la democracia más poblada del mundo, a Japón como un ejemplo para sus vecinos del noreste asiático y sin dudas, a Estados Unidos como un referente del mundo libre. Todos los apelativos obedecen a cuestiones históricas indiscutibles. No obstante, ¿la idealización de sus sistemas políticos no merece una puesta en entredicho por la incapacidad de respetar la vida sobre cualquier consideración? Se sugiere revisar los argumentos de los gobiernos de La Habana, Teherán, y Pekín para legitimar la pena capital; aunque parezca extraño, coinciden con aquellos de Washington, Nueva Delhi y Tokio.    

 

 

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Profesor de Estudios de América y Latina y el Caribe e Introducción a las Relaciones Internacionales en la Universidad del Rosario. Doctor en Ciencia Política de la Universidad de Toulouse I. Creador del Podcast 18:12 en Spotify https://open.spotify.com/show/3FRtbrYfQzIKKeL2PouUVR

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Comienzo por lo que me trajo aquí:



Me encantan, estos avances. Me encantan.

The interpreter (para nosotros, La intérprete, y como cosa rara, el título en español significa lo mismo que en el idioma original) es un filme dirigido por el estadounidense Sydney Pollack, estrenado en cines en dos mil cinco. El guión condujo a Pollack a grabar en las propias instalaciones de la ONU (localizadas en territorio internacional dentro de Nueva York), una historia con tintes políticos que recuerdan la situación más o menos reciente del actual presidente de Zimbabwe.

Estaba viendo hace unas horas cierta película francesa realizada exclusivamente para televisión hace unos años, no muy conocida por cierto, y me asaltó una duda que tenía desde hace un tiempo y que se avivó luego de ver La intérprete. La duda es la siguiente:

Lo más seguro es que todos conozcamos el aviso que aparece, usualmente escondido al final de los créditos de algunas películas, que dice lo siguiente, palabras más, palabras menos: "Los hechos relatados en esta película son puramente ficticios y no deben relacionarse con eventos pasados, actuales o futuros. (...) Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia."
Yo me pregunto: luego de ver una película que parece un documental acerca de una situación actual, ya sea ésta una realidad o no, ¿qué sentido tiene recurrir a este mensaje, si de cualquier manera los espectadores van a hacer la relación?

Es claro, hay que decir, que no todo el mundo tiene por qué captar estos parecidos. Pero los que sí los captan, lo comunican a los demás, y al final la película pasa a verse como lo que realmente es: una crítica por parte del realizador hacia una situación en particular. Punto. No importa qué tan imparcial se pretenda ser, haciendo uso del mencionado avisito.

En fin, no entiendo esta actitud, si de verdad algunos pretenden protegerse bajo dicho mensaje. Quisiera creer que lo colocan no porque no pretendan dar la cara luego de dar la opinión, sino porque es una especie de requisito, un asunto legal de obligatoria aparición al final de todos los créditos de todas las películas de todos los géneros. Aunque al final, sólo quien tuvo la idea de escribir la historia como quedó escrita es quien sabe qué opinión tiene.

Él y sólo él.

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Sobre la película, hay un dato lingüístico interesante; se creó un lenguaje nuevo (lo llamaron "Ku"), con sus propias palabras, conjugaciones, reglas... es decir, un lenguaje aparte, sostenible por sí solo, basado en lenguajes existentes en el sur de África, pero que "aunque sería reconocido por habitantes de la zona (...), los confundiría", debido a su estructura gramatical, leo por aquí. En todas partes encuentro que el creador de este lenguaje es Said el-Gheithy, director del Centre for African Language Learning en Londres. En general, no encuentro muchas críticas positivas para la película, pero a mí me gustó.

Me encanta leer la columna Contravía, escrita por Eduardo Escobar. Y la de hoy termina con una reflexión que encuentro parecida a cierto diálogo de La intérprete. Aquí va el diálogo, para terminar y dejar de ocupar su tiempo, estimado lector. Lo traduzco burdamente, pero espero que se mantenga la idea.

Silvia Broome: (...) Siempre que alguien pierde a un ser querido, quiere vengarse de alguien más, o de Dios, a falta de alguien. Pero en África, en Matobo, los Ku creen que la única manera de poner fin al dolor es salvando una vida. Si alguien es asesinado, luego de un año de duelo se realiza un ritual llamado "la fiesta del ahogado". Se hace una fiesta durante toda la noche, junto al río. Al amanecer, el asesino es montado en un bote. Se lleva al agua y se le tira allí, amarrado, para que no pueda nadar. Entonces la familia doliente debe tomar una decisión; pueden dejar que se ahogue, o pueden lanzarse a salvarlo. Los Ku creen que si la familia deja que el asesino se ahogue, se hará justicia, pero pasarán el resto de sus vidas de duelo. Pero si lo salvan, entonces admitirán que la vida no siempre es es justa, y a cambio ese acto los liberará del dolor.


dancastell89@gmail.com

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