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Una
escena del cuento “Ulrica” de Borges ha inquietado muchísimo a los colombianos. El protagonista es un colombiano que se llama Javier
Otálora  -ya bastante maduro- seducido por una estudiante noruega en el comedor de un hotel en la ciudad de
York, al norte de Inglaterra. Y dice la escena del cuento:

“Nos presentaron. Le
dije que era profesor en la Universidad de los Andes en Bogotá. Aclaré que era
colombiano.

 

Me preguntó de un
modo pensativo:

-¿Qué es ser
colombiano?

-No sé -le respondí-.
Es un acto de fe.

-Como ser noruega -asintió”.

 

Eso de que ser
colombiano es un acto de fe, por lo visto, no es exclusivo de los colombianos
-aunque Colombia sea una de las naciones con menos sentido de pertenencia de
Hispanoamérica por su difícil cohesión social y geográfica que la hace más bien
un país de regiones-; además Borges admite que un acto de fe es también ser
noruego. En realidad es una crítica a todos los nacionalismos. 

¿No son
máscaras? ¿No es un acto de fe creer en una comunidad imaginada llamada México,
Argentina o Colombia? ¿No se requiere el mismo proceso mental de la ficción
literaria para hacer reales y palpables esas palabras? El caso de Colombia y
Noruega -por sus identidades borrosas y confusas- le resultaron bastante
apropiados a Borges.


 Ahora que son de interés y dominio público los
más pequeños incidentes de la vida y obra de Borges -de hecho, se exige que así
sean- consultémonos el minucioso y voluminoso diario de Adolfo Bioy Casares
sobre Borges. El 31 de noviembre de 1963 -serían las diez de la noche y la
señora del servicio ya había recogido los platos, no fuera a ser colombiana-
Borges se lanza en ristre contra ese paísito tropical que desde la Argentina lo
ve arrinconado en el norte de Suramérica, pegado a Venezuela.  

«En la embajada de Colombia, me explicaron que
Colombia es el único país de América donde se habla el español de España. Yo
estaría de mal humor, porque les contesté: «En España nunca hablaron bien el
español. Y desde hace dos siglos, ¿Para qué les sirve? Para hablarlo de
cualquier modo y para escribirlo peor. ¿Qué merito puede haber en el modo de
hablar de una gente incapaz de escribir un buen libro? No, yo no me arrepiento
del 25 de mayo ni de San Martín; ustedes no deben arrepentirse de Bolívar».
La gente repite frases y no piensa. «Admiran a Bolívar y al
mismo tiempo se jactan de ser casi españoles. Viven felices en el matete. Son
unos brutos». 

 

Borges había pasado por la
embajada colombiana porque estaba en vísperas de su viaje a Bogotá, para
recibir el Doctor Honoris Causa por la Universidad de los Andes. Aterrizó en El
Dorado a mediados de diciembre de 1963. Cuando en las primeras entrevistas le
preguntaron qué escritores colombianos admiraba (García Márquez todavía no
había publicado Cien años de soledad
sino hasta 1967), Borges responde con suma ironía que a Miguel Antonio Caro. ¿Miguel
Antonio Caro? Lo dijo en una entrevista radial y añadió además que lo habían
querido censurar por haberlo mencionado. Claro. Miguel Antonio Caro encarnaba
precisamente lo que Borges tanto criticaba de Colombia: la pretensión por
hablar el mejor castellano, la contradicción de amar a la España más
ultramontana y tradicionalista de igual forma que al Libertador Bolívar.

Caro, que había
sido a finales del siglo XIX uno de esos presidentes con delirios de académico
de la Lengua, arrojó sobre la imagen de Colombia una manta de agresivo tradicionalismo.
Antes de convertirse en presidente, este Caro compuso con su amigo Rufino José
Cuervo una manual de la lengua latina para uso de los hispanohablantes, que
Borges conoció de niño, y también tradujo en fríos versos la Eneida de
Virgilio. Nada del otro mundo tampoco. Cosas normales. Después se enloqueció
con fundir Estado-Iglesia-Academia de la Lengua, aplacando el uso de
regionalismos o localismos en los escritores y provocando otra detonación más
para la guerra civil de los Mil Días (1899-1903).

Pero
Borges era un provocador. Un maestro de la ironía. En realidad también había
leído -y casi había llorado- con la novela María
(1867) de Jorge Isaacs. En un artículo de 1937, publicada en la revista El hogar de Buenos Aires, defendía este
clásico latinoamericano. “Ayer 24 de abril de 1937, de dos y cuarto de la tarde
a nueve menos diez de la noche, la novela María
era muy legible […] Jorge Isaacs no era más romántico que nosotros […] No
en vano lo sabemos criollo y judío, hijo de dos sangres incrédulas […] es
decir, un desengañado… un hombre, en suma, que no se lleva mal con la
realidad”. Por cierto que a veces en Borges lamentamos cierta falta de
realismo.

         Los dos escritores más borgianos de la narrativa colombiana,
Pedro Gómez Valderrama y Germán Espinosa, nunca practicaron el realismo mágico.
En especial Germán Espinosa, que en México no es tan conocido porque
Alfaguara-España no distribuye bien sus novelas, nunca se resignó al
folclorismo del Caribe (aunque había nacido en Cartagena de Indias) ni a seguir
la temática de García Márquez. Quiso experimentar la densa intelectualidad
borgiana -lo libresco, lo fantasmal, el espionaje- en personajes sumamente
reflexivos. 

Extractos de la Conferencia leída en la charla Borges: el jardín de las lecturas que se trifurcan en el Centro de Creación Literaria Xavier Villaurrutia

(México DF, 7 de agosto de 2013)

Conferencia completa en MOTIVOS DE PINEDA

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Dr. Profesor-investigador universitario, autor de algunos libros sobre crítica e historia literaria y de las ideas. E-mail: spineda@colmex.mx Imagen: pintura de Yolanda Pineda

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