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Escribo sobre este tema debido a una traumática experiencia que viví hace un par de semanas atrás.

El cuerpo metálico del tren se movía a gran velocidad. Aunque afuera oscurecía, dejaron las luces encendidas para que los pasajeros pudiéramos comer el pan con jamonada y la gaseosa que venden. La ferromoza pasó por mi lado sin decir palabra. Me limité a pagar y ella se limitó a seguir de largo para atender al resto de la manada de ovejas hambrientas. Tomé un buche de gaseosa que me supo más a conformismo que a naranja. Las luces del vagón no me dejaban dormir. Y con lo que estaba por suceder, mucho menos.

El sonido como de una piedra impactando sobre el metal sacudió mis oídos. Todos lo sentimos, pero nadie reaccionó. Parecía como otro ruido cualquiera; sin embargo, la ferromoza, debido a sus continuos viajes, o por cualquier otra causa que desconozco, sí reaccionó. El tren se detuvo. Mientras ella se aproximaba al área donde los vagones se conectan. Gritó: ¡está muerto! ¡Está muerto! Ese tipo de exclamaciones están bien para una obra de Agatha Christie. ¡Está muerto! Y un segundo sonido igual de estridente. Esta vez, era la ferromoza que se había desmayado. Apareció de repente otra dando órdenes: ¡Siéntense! ¡No me oyen! Afuera todo estaba oscuro. Pura vegetación. Una señora gorda, sentada en los asientos del otro lado del pasillo; el lado derecho, descubrió con la linterna de su celular lo que quedaba del cuerpo.

No soy capaz de imaginar lo que sucede cuando un martillo roza el microscópico cuerpo de una hormiga. Mucho menos quería arriesgarme a ver lo que había sucedido con el cuerpo de una persona que se lanza contra un tren en movimiento.

Estábamos convencidos de que el desconocido no era un pasajero, sino un campesino que se había suicidado. Las conjeturas iban y venían, pero no fue eso lo que más me llamó la atención; sino cómo las personas que no tenían celulares, primero de ese vagón y luego de otros, se acomodaban en el lado derecho del tren, sacaban el torso por las ventanillas para tratar de ver en esa oscuridad los fragmentos del cuerpo. Incluso uno hasta gritó tal y como lo haría un vendedor de periódicos: ¡mira la cabeza! La escena no podía ser más terrible y aun así los pasajeros no parecían estar menos fascinados. Por eso, acuso a la especie humana de este mal.

 

Una breve y antigua historia de esta fascinación

El Coliseo romano es el primer testigo que llamo para que testifique en contra de la humanidad. No estoy arremetiendo contra el barbarismo de la Antigüedad como hacen algunos intelectuales para maquillar el barbarismo moderno. Ya que esos supuestos bárbaros que contribuyeron a la creación y auge de los espectáculos en el Coliseo, también junto a griegos y judeocristianos participaron en la configuración de la civilización occidental. Parece irónico, pero los mismos que aportaron el Derecho Romano, anularon los derechos de los no romanos. Arremeto, si es que se puede usar esta frase con humildad, contra una actitud inherente al ser humano: la fascinación por lo cruel.

La historia del cristianismo provee varios ejemplos útiles, uno de ellos, el de Policarpo, quien fue martirizado debido a su fe en el siglo II. Y otro, el de las jóvenes mártires Perpetua y Felicidad, incluso de mayor relevancia para nuestro caso en contra de la fascinación humana por la crueldad.

El historiador Justo L. González escribe: En cuanto a Perpetua y Felicidad, les anunciaron que les tenían preparada una vaca furiosa para que las corneara. Cuando Perpetua fue corneada y lanzada en alto, sencillamente se ciñó más estrechamente su vestido deshecho sobre sus carnes expuestas, y pidió que le permitieran recoger su cabellera, porque la cabellera suelta como se la había dejado era señal de duelo, y para ella esta era un momento feliz. Luego fue a donde yacía Felicidad, también herida por la vaca, levantó a su compañera, y preguntó en voz alta que sorprendió a todos: ¿Dónde está la famosa vaca? Por fin, desgarradas y sangrantes, las mártires se reunieron en el centro del anfiteatro, donde se despidieron con el ósculo de la paz y se dispusieron a morir a espada. Las dos mujeres fueron agredidas por una vaca y asesinadas por la violencia de los soldados romanos, pero ello resulta menos llamativo frente al hecho de que estaban rodeadas por una multitud de espectadores. Reunidos ahí con el único propósito de presenciar ese espectáculo, tan lamentable como siniestro.

En defensa se podría argumentar que tales casos pertenecen al pasado y no describen a los hombres de hoy, menos propensos a esos excesos. Pero no estaría tan seguro, ya que lo anterior guarda en su esencia una relación con episodios actuales. La semejanza va más allá de sugerir que existen estadios a los cuales se acude con el propósito de ver un enfrentamiento a muerte entre una fiera y una mujer de 40 años de edad. Porque dicha idea además de absurda, resultaría repugnante; y lo es, sin embargo, haciendo a un lado las cuestiones accidentales como el estadio y el enfrentamiento con las fieras, las similitudes son evidentes. Basta con detenernos en las calles de Cartagena para encontrar enfrentamientos a muerte con un grupo animado de espectadores alrededor. Unos moto-taxistas, por ejemplo, atrapan a un ladrón en el puente de Manga y comienzan a lincharlo. La multitud que iba pasando se detiene, algunos sacan sus celulares, mientras que otros gritan. La policía se toma su tiempo para intervenir. ¿Lo captas? Para participar de este horrible espectáculo, no es necesario estar sentado en las gradas del Coliseo. Te sorprendería ver la cantidad de vistas que tienen en YouTube, el Coliseo moderno,  .  Triste, pero cierto.

 

La pregunta

La pregunta con la que he venido a interpelar a los de nuestra especie es esta: ¿Por qué nos fascina lo horrible? ¿Por qué en lugar de alejarnos espantados somos atraídos sin remedio? ¿Existe alguna explicación o deberíamos renunciar a ella?   trataremos de plantear algunas ideas para verificar nuestra inocencia o corroborar nuestra culpabilidad.

 

Autor. Lázaro Del Valle

 

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