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La distancia entre lo que comemos y lo que pensamos que comemos nos ha traído muchas discusiones, y también nos ha imposibilitado llamar las cosas por el nombre que corresponde. Esta distancia y esta imposibilidad anteceden por mucho a la discusión sobre qué deberíamos comer, y cuánto, y cómo. Antecede a la discusión sobre el veganismo, el vegetarianismo, la cosecha local y los productos procesados. ¿Quién puede discutir cuando no se tiene claro de qué es de lo que está discutiendo, cómo se llama y cuál es su naturaleza?

La granja

Una granjera suspicaz ha manejado su granja desde una premisa principal: los animales son individuos con preferencias y, bajo condiciones favorables, no sólo son capaces sino que toman decisiones propias y se vinculan emocionalmente con otros de formas variadas y complejas. llevar las cuentas, Rosamund Young escribió ‘The Secret Life of Cows’

Young organizó y planeó la granja que heredó de sus padres a partir de esta perspectiva, a lo que le siguieron siguieron varias decisiones nada desdeñables. En primer lugar, todas las vacas, y los animales en general, tienen un nombre por el que se les llama y al que la mayoría responde. A diferencia de las granjas comunes, el espacio físico no está dividido en pastizales a los que transportan las vacas dependiendo del crecimiento del pasto, sino que, por el contrario, la granjade Young es un espacio sin limitaciones. El granero permanece abierto, incluso en las noches, porque al parecer hay vacas a las que les gusta salir a oscuras a contemplar la luna o a hacerse compañía. A uno de los extremos un río balbucea su curso. Hay agua y alimento distribuidos en diferentes lugares, lo que implica que el agua tiene diferente temperatura. 

Las vacas, al igual que las gallinas y las ovejas son individuos en su totalidad y conocen qué planta comer si tienen dolor y a qué lado de la granja se sienten más a gusto y con quién. Tienen preferencias en cuanto a la temperatura del agua que beben (algunas disfrutan de las heladas y cristalinas aguas del río) y al tipo de manzanas que comen. Las vacas forman vínculos con otras vacas, con las que fueron sus madres, con las abuelas, y son capaces de reconocer otros animales, entre ellos a los humanos. En términos estrictos, la granja de Young es relativamente menos planificada que cualquier otra industrializada. Hay caos: vacas aquí y allá, manzanos en lugares en apariencia azarosos. Ovejas, gallinas y cerdos corretean por los campos de un lugar al que le llega el invierno: Young deja la puerta del granero entrecerrada cuando empieza a nevar. 

El relato se vuelve cada vez más complejo en tanto que revela las relaciones que han forjado las vacas entre sí: si las madres se enferman, dejan sus terneros al cuidado de las abuelas, los terneros crean sus propios grupillos, algunos se cuidan, otros se enseñan, otros se hacen compañía y otros se desagradan unos a otros.

De vez en cuando, a la granja de Young llegaba un camión que recogía las vacas y las llevaba al matadero. Las vacas subían la rampa, se despedían con una mirada angustiada. Sabían que lo que les esperaba no era bueno. La autora entonces prefería no mirar, hacerse la ciega. No faltó mucho para que ella decidiera hacerse cargo del proceso de matanza también, porque quería asegurarse de que aquel fuera lo menos doloroso y traumático posible. 

Al principio, por supuesto, este apartado se me hizo perturbador. Esta mujer y su grupo de humanos no sólo criaban vacas y formaban vínculos emocionales con ellas, sino que no tenían ningún problema con beber de su leche, o con matarlas. Al principio, por supuesto, este apartado también se me hizo confuso. Young alegaba que las vacas eran individuos con preferencias y que aquella era la única forma en la que se debería formar lazos con ellas: a partir de la individualidad, la libertad y el respeto. No sabía bien de dónde venía este sentimiento de repugnancia, pero pronto descubrí que tenía que ver con lo que yo sentí como una manifestación caníbal. Caníbal y homicida. O así lo leí en un primer momento. Y es que las primeras lecturas suelen ser incompletas. La lectora entonces prefería no mirar, hacerse la ciega.

No obstante, entre más leía más natural me parecía la granja y la forma en la Young decidió manejarla. No se me pasaba por la cabeza que las cosas deberían ser de otra manera o que incluso pudieran ser de otra manera. Pero la granja de Young es la excepción, no la regla. La autora escribió el libro como un grito de guerra. 

Al final de cuentas, lo más interesante del libro y de la granja al que hace referencia no son ni siquiera los detalles sobre las vacas –a pesar de que en definitiva sí son refrescantes y reveladores–, sino la honestidad con la que se trata la relación con los animales: formamos vínculos emocionales con ellos y de ellos nos nutrimos. Y ellos también forman vínculos emocionales entre ellos, y podrían depender muy poco de nosotros. El texto, además, no permite que caigamos en ninguno de los dos extremos, ambos enceguecedores: ni que pretendamos no ver el maltrato animal en granjas industrializadas, ni de que nos rehusemos a detallar los lazos que nos unen a la naturaleza, pues estos no sólo están atravesados por la camaradería, el respeto y el amor, sino también por el deseo, la hostilidad y la muerte. Las vacas no son nuestras amigas después de todo: si se les da la libertad de elegir, algunas ni se nos acercarían.

La distancia

La industrialización alimentaria nos ha alejado demasiado de la comida. No aceptamos que si comemos carne lo que comemos es el cadáver de una vaca, salpimentado y cocido en su jugo. Preferimos compartimentalizar: la vaca que veo en la granja es mi amiga, no mi comida. Pero el lomo al trapo es mi comida, y no viene de vaca ninguna. La distancia nos llega a todos, sin embargo. Si, quienes no trabajamos en la industria alimentaria, paseamos por campos agrícolas, pocos seríamos capaces de diferenciar entre cultivos de arvejas y cultivos de papas o de cebollas. Pocos podríamos precisar el tiempo de germinación de un aguacate o el de un tomate. Muchos menos sabríamos a qué hora del día se riega qué cultivo y por qué. La mayoría de nosotros, en la pequeñez de nuestra existencia, compartimos algo en común: la distancia. La distancia entre la comida que nos nutre y su naturaleza.

Antes de la cuarentena fui a un acuario que también es reserva natural. En la parte de océanos profundos los atunes nadaban en la pecera más oscura. Daban vueltas, aleteaban, reposaban sobre la corriente. Me dio hambre. Quería comer atún crudo y en pedacitos. Deseaba su carne. Entonces fui consciente de que yo me nutría de atún, de uno parecido al que estaba viendo aletear desprevenidamente. Ya no se trataba de canibalismo sino de antropofagia. En alguna medida, esa también fue la semilla que dio vida a este texto breve. Aunque quizás el caso de los peces sea diferente al de las vacas: no podemos crear vínculos emocionales profundos con ellos, y los pescados que comemos se asemejan mucho a como se ven los peces. 

La industrialización de la comida fue un sueño de la humanidad: alimento empacado y listo para servir a millones de personas al tiempo. Supongo que aquello también nos ha permitido enfocarnos en otras cosas: en escribir, pintar e intentar llegar a marte. Pero nos ha distanciado de otras. La industrialización nos permitió vivir entre sueños e historias y así distanciarnos del río, el pez y el junco. La reproducción, el alimento y la muerte son líneas que nos atraviesan a todos. Y no sólo como historias. 

A eso parece que estamos destinados. A no poder ver las cosas tal cual son, sino, por el contrario, a emplear toda la energía que nos quede en evitar ver. Pero reconocer que son algunos animales los que nos alimentan, o algún tipo de cultivo que ha arrasado con la fauna y la flora, no sólo nos podría ayudar a acortar distancias que hemos impuesto entre la naturaleza y nosotros, sino también a contarnos mejores historias, o a crear mejores distancias. 

En términos de comida hay mucho por debatir todavía. Por ejemplo, por qué la mayoría de lo que consumimos son hembras: vacas, gallinas y cabras; o sobre la desagradable y pendenciera superioridad moral de la mayoría de los veganos; o sobre la maldición que la agricultura ha echado sobre la naturaleza; sobre si, en realidad, necesitamos comer carne; sobre el desespero de quienes comen carne vegana. Pero, especialmente, sobre qué es lo que comemos, y sobre la imperativa necesidad de llamarlo por el nombre que le corresponde. 

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Graduada de Literatura de la Universidad de los Andes, traductora freelancer, migrante, escritora y florista.

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