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Pronto se cumplirán 5 años desde cuando la Policía Nacional lanzó la campaña “¿Sabe usted qué están haciendo sus hijos en este momento?”. Creo que reciclaba un eslogan anterior referido a si los padres tenían conocimiento de dónde estaban sus hijos en un momento determinado, pero en todo caso, uno y otro eran una voz de alarma y preocupación porque la vida de los hijos era parcial o totalmente desconocida por sus padres.

Entonces preocupaba la violencia entre jóvenes, la promiscuidad sexual y el consecuente embarazo temprano de las muchachas, el consumo de alcohol y de drogas y la propensión a la delincuencia y el robo, aún entre muchachos que lo tenían todo en sus casas. Ahora bien, eso era una quimera. Junto a los desposeídos interminables, estaban quienes poseían objetos, accedían a los galopantes artificios de la tecnología y portaban en sus bolsillos mesadas generosas. Pero no tenían madres ni padres.

Porque bien fuera por la carencia que es el patrón nacional o por el tributo al consumo y al qué dirán y la servidumbre al estatus social, los progenitores (si estaban los dos, que no era el caso la mayor parte de las veces) trabajaban de sol a sol, esclavizados los más pudientes por la cadena supernumeraria de los compromisos sociales.

No había, pues, confianza, ni relaciones, y la falta de tiempo de eso que después llamaron “de calidad” exiliaba a los hijos en las telarañas de amistades imprecisas y compañías dudosas, que suplían con ritos y tiranías de grupo el vacío inefable de la vida familiar, de la relación sincera y enriquecida con papá y mamá.

Estoy seguro de que las cosas han empeorado (se siente en el ambiente y lo confirman las estadísticas), pero hay una fuerza arrolladora que se está llevando silenciosamente a nuestros hijos.

El cielo esperará

Internet, el universo de las opiniones y del exceso de puntos de vista, se ha convertido poco a poco en el medio por el que algunos tratan de moldear conciencias, engañar y transformar de manera radical a quien está del otro lado de la pantalla. Ese es el aspecto esencial que maneja el filme El cielo esperará, un drama que se centra en la manera como dos adolescentes sufren la transgresión de su ámbito emocional y social a través de un adoctrinamiento realizado por grupos radicales”.

Tomo este párrafo de un artículo aparecido el Jueves Santo, en la edición supérstite de El Tiempo impreso, que todavía deja de circular el Viernes Santo. La reseña de esta dramática historia de dos adolescentes francesas (Sonia y Mélanie), atraídas por redes terroristas mediante las fantasías de la web, me impulsó a ver la cinta dirigida por Marie-Castille Mention-Schaar, algunas de cuyas frases citadas en la nota de prensa me permito reproducir:

 “Quienes se dedican a engañar a los jóvenes hacen muy bien su tarea (…). Ellos saben poco a poco cuando algo les duele a los jóvenes o los afecta y tienen muy claro qué ofrecerles”.

“A muchos jóvenes no hay quien los escuche y los adultos parecen no darse cuenta del poder de internet, de la multitud de material y de las personas con quienes nuestra juventud está en contacto”.

“Muchos de esos jóvenes buscan un propósito en la vida; quizá algo espiritual o un sentido de ser útil en esta palabra o alejarse de un mundo tan material”.

La cinta me conmovió. Vi en el drama de esas niñas de celuloide un reflejo de lo que les puede pasar a muchachas y muchachos vulnerables a cualquier tipo de influencia ejercida mediante la magia digital que recrea mensajes, canciones y videos. Sobre todo ahora que su mejor amigo es un teléfono celular o el reservado computador personal, muchas veces regalados por sus padres a edades remotamente más tempranas que los 14 años, antes de los cuales Cristina Plazas, Directora del ICBF, recomendaba no tener smartphones.

El mundo entero, nuestro chiquito mundo nacional, le cayó encima cuando lo planteó. Y más de uno la mandó a que mejor cuidara los alimentos escolares en La Guajira. “La propuesta ha recibido críticas porque, dicen, desde el ICBF deberíamos preocuparnos por los temas importantes de la niñez. Esa es la demostración de que el problema no es visto por los papás y la sociedad con la gravedad que tiene –escribió Cristina el 27 de marzo en El Espectador–. Es un gran riesgo porque muchos de los casos de suicidio, abuso sexual, trata de personas, extorsión y pornografía infantil que se reportan, y que tanto dolor han dejado a niños y padres, comenzaron con un teléfono celular inteligente y con la apertura de una cuenta en una red social”.

Ese es el gran drama: que ahora puedes tener a tus hijos junto a ti y no sabes dónde están. Sumidos en el rectángulo luminoso y tecleando habilidosamente, han accedido a un mundo que tiene más de 24 horas, carece de fronteras y otorga panorama de compañía y atención a su soledad absoluta, su estimulado narcisismo y la creencia que un “like” es, en realidad, una amistad sincera.

“Yo pregunto, como padres, ¿sabemos qué es sexting, grooming, sextorsión y ciberacoso? (Primera tarea) ¿Conocemos a los amigos con quienes nuestros hijos chatean o interactúan? No se trata de temas menores. Ahora, ¿tiene su hijo un computador en su cuarto, el cual puede utilizar en las noches mientras usted duerme y cree que su hijo hace lo mismo? ¿Acompaña a sus hijos cuando navegan en internet? Hoy en Colombia, siete de cada diez adultos admiten que no están con sus hijos menores de 18 años cuando navegan en internet”, refería Cristina Plazas en su planteamiento polémico pero veraz. Porque, claro, una cosa es la destreza para manejar esos aparatos que ahora los fascinan prácticamente desde la cuna y otra la capacidad de entender sus contenidos y alcances, especialmente a partir de la manipulación de las emociones y la ficticia solución de las carencias y fantasías de felicidad.

¿Y entonces, qué?

Me parece increíble que el gobierno no le haya cogido la cuerda a su funcionaria encargada de la niñez, directora de un instituto de algo que cada vez está más lejano como el bienestar familiar. Y no tengamos a estas alturas campañas y políticas para advertir de esta “abducción”, como se dice en la ufología, mediante la cual nuestros hijos están dejando de ser nuestros, raptados por una red de la cual no tenemos ni idea, de la que no nos participan (¿Cuántos hijos tienen a sus padres en su cuenta de Facebook, Instagram, Snapchat o Twitter?) y de la que muchas veces nos da miedo preguntarles (porque ya les tenemos miedo) para no “irrespetar su privacidad”.

Les recomiendo que vean El cielo esperará. No sé si en Colombia nuestros jóvenes estén siendo atraídos por redes terroristas. Solo faltaría eso, cuando ya tenemos bastantes problemas con la pornografía, la incitación a una desnudez pública y a las poses eróticas de las niñas en las fotos, el acecho de los tentáculos mafiosos de la explotación sexual y las instrucciones suicidas.

“Proteger a nuestros niños es responsabilidad de todos –recomendaba la Directora del ICBF–. Los padres debemos hacer de la familia la primera línea de defensa. Debemos fortalecer los lazos de confianza y recuperar los momentos para compartir, como las comidas, sin celular por supuesto”.

Y despertar al gobierno, Cristina, porque no sabemos qué está haciendo en este momento.

www.carlosgustavoalvarez.com

VER

http://www.eltiempo.com/cultura/cine-y-tv/resena-de-la-pelicula-el-cielo-esperara-77624

 

http://www.elespectador.com/opinion/no-celulares-ninos-menores-de-14-anos-columna-686444

 

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PERFIL
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Carlos Gustavo Álvarez G. es periodista y escritor. Ha dirigido y editado diferentes medios de comunicación --Revista Elenco, Edición Dominical EL TIEMPO, Revistas Credencial y Cromos-- y publicado 14 libros sobre diversos temas. En 2017 cumple 35 años como columnista de prensa, labor que ejerce actualmente en Portafolio y en el blog Motor de Búsqueda de EL TIEMPO. www.carlosgustavoalvarez.com

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6 Comentarios
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  1. luzalvarez0626

    De acuerdo, un excelente articulo que ojala encuentre eco y acogida en los padres indiferentes del mundo moderno. Las adicciones tecnologicas son supremamente fuertes y celulares y computadores vienen a remplazar hoy en dia el afecto y la atencion directa que debemos prestarle a nuestros hijos. Es como si los mismos padres empujaran sus hijos a un pozo sin fin del que nunca saldran. Triste, muy triste.

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