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¡Hijos de las remil putas que los pario! ¡Malditos colombianos! Le gritaba con enojo y con indignación un pensionado argentino a un pobre colombiano que había acabado de fracasar en el vergonzoso intento de robar la cartera a una joven italiana. Luego de intentar huir con la ayuda de sus piernas aterrorizadas, el colombiano fue detenido por la muchedumbre para pronto ser sometido al insulto público.

Al principio no sabía esta parte de la historia, así que intenté de algún modo calmar el mal humor de tanto argentino junto. Mi noble y estúpida labor no dio el resultado esperado. Llegó la policía, llegaron en motos y con más cara de bolivianos que de argentinos. La joven italiana, asustada por supuesto y muy confundida por todo lo que estaba ocurriendo, solo quería salir huyendo como lo intentó hacer en su momento mi paisano, ella no quería ser cómplice de todo el espectáculo que en segundos se armó en plena Avenida 9 de Julio, a pocos pasos del obelisco y muy cerca de un muy buen restaurante de pastas. Por ser colombiano, y por ser chismoso que en la práctica termina siendo lo mismo, estos policías me pidieron mi pasaporte y me preguntaron si conmigo tenía algo, lo que sea, pero algo que yo no quisiera que ellos se enteraran. Les aseguré un poco disgustado, que yo no tenía nada, y que no les iba a permitir que insinuara siquiera que por ser colombiano debía llevar conmigo alguna droga, les dije que no fueran estúpidos, que midieran sus palabras, les dije que los colombianos somos todos gente de bien, de buenas costumbres y con muy bonitos modales. Todo esto lo dije mentalmente por supuesto. En Argentina los policías son un poco más bruscos y toscos que en Colombia.

Al final, el colombiano de 27 años y mal aspecto, fue arrojado como perro dentro de una patrulla de la policía, el pensionado regresó a hacerle el amor a su esposa francesa, y la italiana tomó un taxi.

Buenos Aires es una ciudad hermosa, pero sucia y peligrosa. Aún sigue siendo hermosa, además de culta y bien pensada. La última vez que estuve aquí, no debía tener más de 20 años, y el número de colombianos residentes en esta ciudad era impresionante. Hoy en día ese número parece haberse multiplicado varias veces. Y es que esta ciudad ofrece algo que no ofrece Bogotá, sobre todo a los jóvenes. Educación, aquí la educación es gratuita y para los que tienen la posibilidad de pagar, es económica, es accesible a quien sea, hay de donde escoger. Me encanta Buenos Aires, me encantan sus calles amplias y sus parques inundados de bailes, exposiciones de arte, historiadores y obras de teatro.   

No sé cuántos colombianos somos los que estamos aquí, no sé cuántos buenos y cuántos malos, no sé cuántos llegaron con un objetivo noble y responsable y cuántos con malos planes. Seamos los que seamos, somos muchos, y somos colombianos. Y por ser todos hijos de una misma tierra tenemos la desgracia de ser comparados y etiquetados de la misma manera. Entonces aquí el colombiano es uno solo, es una mezcla de todo y de todos, es como si nos tomaran a todos, nos pusieran en una licuadora y nos volvieran jugo, eso somos. El extracto sin un tono ni sabor definido de un montón de forasteros en un país ajeno, que ha sido siempre amable con nosotros.

Pues quiero aclararle a mi nuevo amigo francés Quentin Fargeix, y a todos los que tengan dudas, que no todos los colombianos decimos parce, ni todos damos la vida por un equipo de fútbol, no todos somos incumplidos y no todas nuestras compatriotas tienen tetas de plástico y mucho menos son putas. No sé por qué nos encanta hacernos mala fama. Y es que no nos reconocen por nada que nos identifique como una sociedad estructurada y responsable.

En Montevideo, un grupo de jóvenes estudiantes de diferentes nacionalidades, todos con un poco de trago en la cabeza, hablan entre ellos, intentan ponerse de acuerdo con el destino de una noche que pintaba ser movida. Logran por fin decidir ir a una previa, en el apartamento de una pareja de franceses. Ahora la discusión es si llegar a la hora que acordaron o a la hora colombiana. ¿A qué hora quedamos de estar allí? Le pregunté a Mélani. A las 22 horas, pero es que los colombianos dicen siempre una hora y llegan en otra. Me respondió con un español no muy fluido pero entendible. Baje la mirada y confieso sentirme avergonzado. Esa noche llegamos 45 minutos después de la hora acordada, llegamos a la hora colombiana.

No siempre los colombianos somos reconocidos por ser productores de cocaína, o de café, o de parir jugadores de fútbol que terminan posando desnudos para la portada de una revista y demandados por no responder por sus crías. En ocasiones nos reconocen ser los autores de Betty la fea, o nos celebran ser buenos trabajadores. Lo cierto es que debemos ser un poco más exigentes con nuestras costumbres, debemos modificarnos y educarnos con buenas costumbres, básicas, generales, lógicas y necesarias para la buena convivencia y el buen desarrollo de una sociedad que aún está gateando.

2:30am, creo que estamos lo suficientemente ebrios como para estar caminando por las calles de Buenos Aires y no sentir con claridad el frio húmedo que comienza con la partida del otoño. Llegamos a un establecimiento de comidas, uno en donde su especialidad son los panchos, una especie de perro caliente, insípidos y pobres, no se comparan a los de “donde Beto”.

¿Por qué tiene un pancho con el nombre de cada país, y no tiene uno con el nombre de Colombia? Le pregunté al argentino que atendía el establecimiento. El porteño suelta una carcajada forzada y cínica, hace un gesto asqueroso que produce dentro de su boca, y sigue preparando panchos. ¿Por qué tiene un pancho con el nombre de cada país, y no tiene uno con el nombre de Colombia? Le pregunté una vez más y con la voz tal vez un poco ofuscada. Porque aquí no tenemos lo que nace en la tierra de ustedes los colombianos. Me respondió con la su mirada enterrada entre la grasa maloliente y penetrante de la plancha con la que se gana su miserable vida. ¡Claro! No tienen café, ni petróleo ni oro ni platino, no tienen plátanos, ni cocos, ni papayas, ni yucas. Estaba claramente ofendido, ofuscado, sentido, muy pero muy molesto. Le debí haber lanzado algunas cuantas más palabras de mucho mayor calibre, muchos que no recuerdo en este momento.

Estoy sentado, tengo frio y como antídoto me estoy tomando una deliciosa taza de café caliente, café colombiano, sin azúcar, café del que produce nuestra tierra, y el que consumen muchos ciudadanos del mundo.

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