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Para odiar la literatura sólo se necesita cumplir un requisito sencillo y obligatorio: ir al colegio.

El memorial continúa: para odiar la filosofía, el arte, las matemáticas y sus aplicaciones en la física y la química, para odiar el conocimiento académico sólo se necesita pasar seis años en el bachillerato.

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En el colegio están los peores profesores. Nosotros, por ejemplo, en décimo grado, tuvimos a “el Bruto”, un tipo con bigote y barriga, que enseñaba trigonometría. Se ganó el apodo porque, luego de atiborrar el tablero con un sartal de ecuaciones, sus respuestas no coincidían con las del libro de texto. Para localizar su error, se veía obligado a repasar el enjambre de números, mientras nosotros, sentados en los pupitres, aprovechábamos la pausa para reírnos.

En los primeros semestres de la universidad, estudiando ingeniería y ciencias exactas, clavado en mi escritorio y memorizando que el Seno es igual a la longitud del Cateto opuesto sobre la Hipotenusa, recordé al Bruto y me arrepentí por no estudiar esas benditas funciones trigonométricas en su tiempo.

Ahora bien, después de varios años de graduados del bachillerato, no sólo sigo extrañando al profesor de matemáticas que no tuve, también continúo anhelando al profesor de literatura. Extraño a ese desconocido que pudo incitarnos, desde hace mucho tiempo, el amor por las novelas y los cuentos. Gracias a nuestros profesores estuvimos a punto de renegar de la literatura y las matemáticas por el resto de nuestras vidas.

En la adolescencia, escuchando Gun´s and Roses, Poison y Pink Floyd, tomando vino cherry en el Parque del Periodista, yo no entendía para qué diablos se leían novelas. Me parecía una tontería leer cuentos, y más, si contaban las historias de campesinos, fincas y carretas de caballo. Yo era, ante todo, un rockero y esos temas me aburrían tremendamente.

Leer la historia de Pedro Páramo en el bachillerato fue una pérdida de tiempo. Cuando nos obligaron a leer esa novela nos pareció el libro más enredado del mundo. Lo único que entendimos fue que el tal Pedro Páramo era un mujeriego a morir y engendró docenas de hijos. De resto, el aporte que nos dejó fue el apodo para Jorge Andrés Giraldo, un muchacho alto y acuerpado, que alardeaba de sus amoríos y bluyiniadas. Cada vez que veíamos a Jorge Andrés lo saludábamos chocando la mano: ¿Cómo estás Pedro Páramo?, le decíamos con malicia? ¿Cuándo vas a entender que uno tiene que usar condón?

Más tarde nos pidieron leer Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos, y yo en vez de leerla y hacer un  estudio propio, compré un libro amarillo que contenía el análisis más completo que podía soñar. Con el libro en la mano me fui para la casa y agarré a copiar el resumen y el resto de cosas que pedía el profesor. Estando en ésas llegó mi mamá por detrás y me sorprendió. Me regañó por la trampa y cuando le expliqué por qué me parecía tan aburridora la novela, entonces cogió el libro, leyó la primera hoja y me dijo: yo le hago el resumen.

En menos de una semana, mi mamá tenía listo el análisis. En las noches, la veía leyendo en la sala y no entendía cómo era posible que un libro le robara la atención de esa manera. En adelante, ella fue quien leyó todas las novelas de mi bachillerato. Me escribía un borrador y yo lo pasaba en limpio para entregárselo al profesor. De esa manera mi mamá leyó: Doña Bárbara, Cien años de soledad, El llano en llamas, las novelas y cuentos de Tomás Carrasquilla, un par de capítulos del Quijote, el Cantar del mio Cid, El lazarillo de Tormes y Rayuela, entre otros.

Hace poco, cuando volví a leer a Saavedra, no podía creer que en el colegio nos hubiéramos aburrido tanto. Lo mismo pensé cuando leí a Tomás Carrasquilla y a Rulfo. Entendí por qué son maestros. Y así podría seguir regalando flores a otros autores que leímos en el bachillerato. Sabemos que sus novelas son realmente buenas, pero esas sutilezas no se disfrutan gratuitamente, hay que tener un buen profesor al lado que dé luces para disfrutar de esas lecturas.

Un buen profesor no es el que entrega información. No es el que escribe una ecuación, o quien pide un informe de lectura, una definición, una tabla de resultados o una noticia.  Esa información está en todas partes. Está en los libros, en “San Google”, Wikipedia o Encarta. Un buen profesor es ante todo un provocar. Es alguien que incita a la curiosidad, que despierta una emoción en sus alumnos, que toca las fibras, que induce a la curiosidad y al conocimiento.

En la universidad tuve un par de profesores que fueron excelentes provocadores. Gracias al entusiasmo que sentían por sus materias, por el afán de influenciar su pasión, por su desprendimiento de la calificación, sin dejar de ser sumamente estrictos, gracias a todo ello, yo que soy un vago impenitente, aprendí a disfrutar las ecuaciones diferenciales, el álgebra lineal, la física de las ondas y la mecánica de los sólidos.

Al Bruto lo recuerdo como a un viejo bonachón que por los azares de la vida fue a dar de profesor sin proponérselo. Por otro lado hubiera sido muy gratificante tener en décimo grado a un buen profesor de español y literatura, que antes de exigirnos la memorización de un cuestionario donde pedía la definición de horda, espeleología, beduinos, y otras cosas, antes de preguntar quién fue Némesis, Esaú o Picasso, nos hubiera puesto a leer novelas de policías y ladrones, los cuentos de Andersen, Agatha Christie, Poe y muchos otros.
Para odiar la literatura sólo se necesita ser un alumno juicioso y seguir las lecturas de los peores profesores: los que enseñan en el bachillerato.

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