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Outsiders es literatura de folletín, barata y por entregas.

 

Se lo voy a decir bien clarito para que me entienda: si usted ofrece la mano al ministro de hacienda luego tiene que contarse los dedos, ni sé porque se lo estoy diciendo. No importa, sigamos. Yo, por supuesto, en esa época quería ser ministro, y que usted, tuviera cuidado cuando la saludara de besito, o de apretada de mano.

Fue en esa época, en la segunda campaña, cuando conocí a Julián Gómez. El hombre también era un político, así no lo supiera. Tomándonos unos whiskies, Camilo Arango, el director financiero de la campaña, me preguntaba, hombre Rodrigo pero este Julián para dónde va, me decía, no sé porque tengo el presentimiento que nos va a salir adelante. Lo que quería decir Camilo Arango era muy simple: uno tiene que saber qué quiere el otro para saber por dónde se lo agarra.

Creo que tenía un padrino, un amigo que lo financiaba porque tipos como él se ganaban la confianza con facilidad y nada raro que fuera el ahijado de un veterano millonario. Para mí era claro que Julián era un gran elemento en el partido, sin embargo tendría que mantenerlo bajo la lupa. Yo se lo decía, sin decirle nada, y Julián Gómez entendía el mensaje: eres una porquería.

Una tarde, mientras Julián Gómez estaba diciendo no sé qué, descubrí a Luisa mirándolo como si le tuviera rabia. No solo por lo que decía, sino también por la manera de decirlo. Gómez hablaba y gesticulaba, siempre cargado de una ironía, pero no era una ironía corrosiva y dolorosa sino una ironía que alegraba, un sarcasmo que hacía sentirnos inteligentes. Con Julián en el equipo político Luisa había perdido protagonismo. Lo odiaba.

Luisa era muy avispada, por eso esa tarde cuando notó que yo la había pillado, apagó su desprecio y los ojos le brillaron. En adelante hizo como si lo que dijera Julián le importara. A su lado, cuatro o cinco personas del equipo, Julián también disimuló, y miró a los demás, nunca a Luisa. Pero que uno fuera bobo.

A veces yo me preguntaba ¿será que lo mando para el carajo?

Lo necesitaba, claro, la campaña, necesitaba eso que Julián Gómez hacía con la gente. Yo pensaba que tomándome fotos con la gente y saludando era suficiente.

Tranquilo, me decía yo mismo, tranquilo, hombre.

Entonces nos mirábamos, Julián y yo, y nos decíamos cosas sin decirnos nada y yo con una sonrisa: “tienes que comprender que eres un peón”. ¿Y qué estaría pensando el hombre de mí? ¿Y de Luisa?

Julián Gómez fue un líder que bien pudo ganarse un cargo en el gobierno, hacerse rico, muy rico, con un poder basado en la gente, en los votos, en su carisma, en su capacidad de inspiración, en su poder popular. Pero le faltaba chispa. O para decirlo mejor, ambición, le faltaba hambre, apetito.

Julián era un bobo. Si nadie se metía con él, él no se metía con nadie. Y eso es un pecado mortal, porque si en política usted no tiene un enemigo, entonces tiene que inventárselo. Y por lo visto Julián, no quería tener enemigos. Por eso, un bobo.

Julián no era un flojo, ni un perezoso, lo que quiero decirle es que él no sentía esa hambre, esa ambición de manera convencional. Su meta era otra, creo que tenía una hija y su mayor ambición era vivir con ella, imagínese, uno aspirando a esas cosas, qué tristeza, ¿no?

Además quería estar tranquilo, evitar a los jefes, dejar de cumplir órdenes y horarios, pero ser millonario, yo no sé cómo, pero ser tranquilo y millonario. En resumen, un romántico. Un pendejo. Pero venga y verá, no era solamente un pendejo, era un Gran Pendejo. Con ese carisma, yo hubiera llegado a presidente.

En su primera juventud también fue un amante del rock y ese gusto nos acercó. Y entonces cantábamos juntos: “Control económico es control del poder. Control mental, control sexual”. Yo también quería ser un roquero. Un político roquero, cómo le parece, un político punk, a ver cómo suena mejor, un punk político. ¿Ve? Eso no combina.

Lo mismo que no combina tranquilidad y riqueza.

Sin embargo, era lo que yo quería. Siendo sinceros, solo me alcanzaba para ser un ambicioso y según mi papá un descarado, un cínico, eso pensaba el viejo y por eso hice lo que le hice. Mi papá, un viejo lobo, viejo tiburón de la política, pensaba que yo era un sinvergüenza. Yo daba imagen de otra cosa y todos en el partido me creían. Todos, menos Julián Gómez que no me conocía de nada, pero sabía que llevaba yo por dentro.

Julián Gómez me comentó que a los diez y siete años su mamá le rompió un compact disk de la banda Soda Stereo y otro, de la banda Los toreros muertos. Los desapareció de la biblioteca, porque según ella se trataba de música satánica, eso es, ríase, mi amorcito, nosotros también soltábamos la carcajada contándonos esas cosas. O para decirlo mejor, Julián y yo, en la oficina, en traje y corbata conversando como muchachos.

A Julián le gustaba vestirse como un rokero, un punkero. Por su pinta de bluyines ajustados y chaquetas de índigos de mangas cortas, yo pensaba en los punkis londinenses, y en grupitos más sofisticados como Franz Ferdinand cuando usaba traje formal, con zapatillas de punta cerrada y corbatas delgadas y camisas que no pasaban sus muñecas.

Me decía que su abogado González se burlaba de su “pinta de cogollo”, ese abogado que nunca conocí. En fin, mis vestidos eran más clásicos y menos estrechos, más amplios, por ejemplo: las mangas de las chaquetas me cubrían hasta los dedos, casi hasta las uñas, un ejecutivo criollo. En cambio Julián parecía un principito de la monarquía, uno de los finos y sólidos, un punk elegante, entonces no era cultura norteamericana, era más bien una cultura inglesa en la ropa, a ver, ¿qué dice usted, mujer? Cuente.  ¿No le gusta cuando yo me rasco la cabeza?

Para acceder al poder un político, se debe tener dos cosas. Una, formación intelectual, histórica y política; y dos, carisma con sus votantes. Yo tenía la primera y carecía de la segunda. La gente pobre me producía mucho asco.

Pero allí estaban los votos.

Julián hizo parte del equipo base de la campaña. Era un tipo tocado con un carisma especial. Para las salidas de campo se vestía en blujeans y camiseta desteñida, no como yo, que no me gusta salir mal vestido.

Saludaba a los desconocidos como si fueran amigos de toda la vida y hablaba con las señoras de barrio, con los jubilados, amas de casa y tenderos. Tenía sentido del humor y se ganaba la confianza de la gente.

Yo le decía sin decirle nada: “Crees tener el control de la situación”. Y le daba palmaditas en la espalda: “tú alucinas”.

Y era lo que él le transmitía a la gente: “ustedes tienen el control político, nosotros trabajamos para ustedes, ustedes nos importan”.

Despedida de besito a la señora.

Despedida de mano al señor.

Luego el señor se miraba la mano y le faltaba un dedo. Cuando no eran dos.

Como sea, Julián era un hombre lleno de ideas, claro, peligrosamente ingenuas, un hombre cargado de vitalidad, sin ambiciones. Y Luisa lo miraba con esa rabiecita.

Sabía que cargaba con un pasado turbio, en sus ojos se notaban las horas de vuelo. Ese tipo de gente debe tenerse cerca, claro, y llevarlos en la doble, sin quitarles los ojos de encima. Julián fue un tiburón y yo pensando que era solo una pobre piraña.

 

 

Fin.

Esta historia continuará…

 

Lea el primer capítulo, que tampoco es el primero: Damato cuenta la historia de LaPerraGómez y Clara.

Lea sobre Luisa:  Apetito. Un capítulo que podría ser el tercero, o el quinto.

 

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Andrés Delgado. Piel de topo es un blog sobre periodismo y literatura, crónicas y opinión.

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