No había querido hablar de Tres caínes hasta ahora. Primero, porque tenía (y tengo) el miedo de ser percibido como un enemigo de la persona de Gustavo Bolívar y no de lo que él representa. Segundo, porque otras lecturas (El Espantapájaros de Ricardo Silva Romero, Going Clear: Scientology, Hollywood and the Prison of Belief de Lawrence Wright, Left in Dark Times de Bernard-Henri Lévy) y películas (The Master de Paul Thomas Anderson), amén del trabajo diario, absorbieron mi atención. Y tercero, y más importante, porque no había visto la serie. Infortunadamente, coincide con algunos programas que me resultan más interesantes.
Decidí, después de leer varios textos sobre Tres caínes y hablar con varios amigos al respecto, que me era necesario dar un punto de vista. Antes de iniciar mi escritura, acordé con mi gran amiga Agnes (de Canal B) hablar de esta novela y de la campaña que surgió a su alrededor (por supuesto, el lado de publicidad a cargo del blog hermano). También tuve la suerte de encontrar el análisis de Juan Camilo Herrera que se publicó aquí el día de ayer. No obstante, el primer paso para escribir era el necesario para hablar con conocimiento de causa: ver el primer capítulo de la serie. En los primeros minutos vemos a Vicente y Fidel Castaño como hacendados en Medellín, alejados de la imagen del Rambo-Fidel y del fratricida-Vicente. La malvada es Romualda, la hija rebelde que lanza cocteles Molotov en la Universidad de Antioquia. Luego llegamos a la casa del patriarca de los Castaño, un ganadero que manda a su hijo Carlos a vender quesos en la plaza de Amalfi. ¿Y quién es la compradora de los quesos? Pues la guerrillera que hace inteligencia al viejo Jesús Antonio Castaño para secuestrarlo y exigir rescate, el que pagará su hijo Fidel pero no servirá para salvar la vida del patriarca. Basta ver los siete primeros minutos para darse cuenta del maniqueísmo que manejará la serie. No es casual que María Jimena Duzán (cuya hermana fue asesinada por los paramilitares) considere que no hay un esfuerzo de explicar el significado del paramilitarismo en Colombia, que otros familiares de víctimas rechacen esta producción porque «menoscaba y vulnera sus derechos como víctimas» y que investigadores de la violencia en Colombia vean cómo en esta serie se presenta «al gran criminal como un héroe digno de ocupar la mente de millones de colombianos durante los mejores horarios».
Siento que a los Castaño se les presenta como víctimas de las circunstancias. Si al padre de Fidel, Vicente y Carlos Castaño no lo hubieran asesinado los guerrilleros, hablaríamos de tres hacendados de Amalfi y no de tres de los peores criminales que ha dado Colombia. Lo mismo podríamos decir de Tirofijo cuando en 1999, en la boca de Joaquín Gómez, culpaba a los marranos y gallinas que le robaron en Marquetalia de los 45 años de conflicto que esperaban acabar con el show del Caguán. También de Ted Bundy cuando culpaba a la pornografía de sus crímenes. De justificaciones están llenos los villanos. Todos. Pero la historia dice lo contrario. Veamos lo que decía Hernán Gómez, cercano a los Castaño y a las AUC, en el capítulo 13 («Así nacieron las Autodefensas Unidas de Colombia») de Mi confesión de Mauricio Aranguren Molina (Bogotá: Oveja Negra, 2001):
El nacimiento de las Autodefensas Unidas de Colombia es el fenómeno relevante de los últimos diez años de conflicto armado –dijo Hernán Gómez. Con ellas se acabaron los señores feudales de la guerra. Aquí existían miniejércitos en diferentes zonas, feudos con poder armado. Las Autodefensas de Córdoba y Urabá de los Castaño, las Autodefensas de Ramón Isaza y las de Puerto Boyacá controladas por ‘Botalón’. Súmele la fuerza armada de los arroceros de San Martín en los Llanos, las Autodefensas de Santander apoyadas por comerciantes y ganaderos. Los cultivadores de palma, el grupo armado de vigilantes de algunos ingenios del Valle del Cauca, la Autodefensa comandada por el ‘Águila’, en Cundinamarca, el grupo de la Guajira, el de los ganaderos de Yopal, los ‘Traquetos’ de Putumayo y Caquetá. Los escoltas de los coqueros de Arauca y ex guerrilleros que desertaron de las FARC y el ELN. Todos grupos armados al margen de la ley, antisubversivos, pero su fuerza se orientaba solamente a la defensa de sus intereses, mejor dicho, ¡eran grupos de celadores de fincas y comerciantes! Propiciamos incluir sin distingos esta gente en un mismo costal. Un proceso frágil y dispendioso. Carlos Castaño lideró la labor de convencer a cada una de estas solitarias y disímiles fuerzas, sobre la necesidad de una unión, con un solo comandante, un solo brazalete, un único uniforme y un norte político que cada uno respetara.
Es decir: de los Castaño hay más que una justificación de venganza. Carlos Castaño no es Mattie Ross, que busca vengar la muerte de su padre en True Grit. Tampoco Iñigo Montoya en The Princess’ Bride, quien repite «Hola, mi nombre es Inigo Montoya. Mataste a mi padre. Prepárate para morir» una y otra vez. Acaso, es un Sauron que juntó con un anillo (las AUC) todos los grupos de «celadores de fincas y comerciantes» en aras de luchar con la guerrilla. Pero, como lo retrata de forma magistral y cruda Ricardo Silva en El espantapájaros (Érase una vez en Colombia. Bogotá: Alfaguara, 2012), los que rodean y protegen al viejo Espantapájaros (un comandante liberal en la época de la Violencia) se convierten en culpables por cercanía para el Cigarra y el Bloque Titanes, que convierten al corregimiento de Camposanto en un émulo de su nombre.
Bolívar exculpa a guerrilleros y paramilitares: para él los políticos son los responsables de todos los males del país. Justifica a la guerrilla porque nació «en una época de grandes y graves injusticias sociales», a los paramilitares porque «Esa guerrilla, cuyos orígenes acabamos de justificar, empezaron a secuestrarlos y a matarlos y a robar sus ganados y a sembrar el terror en el campo y carreteras al punto de alejarlos de sus fincas y propiedades». Para Bolívar, los grandes culpables de la crisis de Colombia son «Los políticos corruptos que se roban la educación de esos niños que cuando grandes, sin posibilidades ni oportunidades terminan enrolados en estos grupos».
Bolívar, por otro lado, se erige como una voz de los indignados, o al menos eso quiere hacernos creer. Contrasta su voz, proveniente «de la televisión y su bagaje de escritos televisivos» con los «expertos y filósofos» que lo critican. Esos que, para él, no tienen «los huevos de enfrentar a corruptos y violentos». Los «filosofazos«, «intelectuales» «sabelotodo» convertidos para Bolívar automáticamente en «personajes de la fauna colombiana» equiparables al traqueto, la prepago, el mamerto y el facho. Son iguales a los «teólogos y científicos modernos […] mentirosos, sabelotodo, inventores de falacias» del pequeño Nezareth Castirey, el Niño Predicador: cumplen la misma función, se encargan de criticar el dogma que nos ha impuesto la historia according to Gustavo Bolívar.
No obstante, comparto un punto con él. No depende de él -ni de ningún escritor- la buena o mala imagen de Colombia. Se vendían camisetas de Pablo Escobar antes de que escribieran cualquier novela sobre él y las mulas se encargaban de convertir el pasaporte carmelita en un sambenito para los agentes de inmigración. Pero es necesario saber con qué intención se cuenta: ¿se busca contar la historia o aprovechar una veta comercial de los canales? Creo que la respuesta de Bolívar (y de RCN) es clara: lo importante es el dinero, no la historia.
Es la gente la que dice si rechaza o acepta el producto. Conozco proyectos que han sido archivados porque la gente los rechazó. Luego no es cierto que el canal ponga los programas por puro capricho. Obvio que como industria, están obligados a poner en la parrilla de programación aquellos productos que sus clientes (los televidentes) quieren ver. Y si los televidentes quieren ver programas de denuncia social o programas con alto contenido histórico, que si es la historia de un país violento necesariamente deben contener violencia, pues esa empresa está en la obligación de brindarle a ese público lo que ese público desea ver. […] Por qué Escobar el patrón del mal y Sin tetas no hay Paraíso aparecen como los programas de mayor rating en la historia? La respuesta es la misma: porque la gente las quiere ver. A nadie se le obliga, a nadie se le pone un revolver en la cabeza para que las vea. [1]
El rating dice que el país quiere ver estas historias. La televisión es una industria y es lógico que los canales esperan que se venda. Hay técnicas para definir lo que la gente quiere ver y con bases en ellas se toman decisiones. La única forma de que se regulen estos programas es por parte del Estado, mientras tanto los canales tienen libertad y no lo van a dejar de hacer. [2]
Con su dinero una persona decide qué comprar, con su voto decide a quien elegir, con su control remoto decide qué programas ver. [3]
Con Tres caínes nos encontramos ante un producto, no ante una investigación histórica. Así de sencillo. Pepe Rodríguez, uno de los investigadores que más admiro, acuñó en su libro El poder de las sectas (Barcelona: Ediciones B, 1989) el término heavy yoga para referirse a esos gurus (Maharishi Mahesh Yogi, Osho, Maharaj Ji…) que simplificaron las prácticas religiosas del sur de Asia para venderlas al público occidental, ávido de paz interior en el cenit de la Nueva Era (décadas de 1960 y 1970). De Gustavo Bolívar (y Andrés López, José Vicente Kataraín, y otros más que no recuerdo) podemos decir exactamente lo mismo: tomaron la compleja y aún viva historia nacional, la simplificaron y la convirtieron en un producto fácil de digerir. Como decía ayer Herrera, la volvieron «monomito». Un monomito que es contrastado con historias que no tienen tanta difusión como Autogol y Érase una vez en Colombia de Ricardo Silva, En la tormenta, La Virgen de los Sicarios y El desbarrancadero de Fernando Vallejo, Lara de Nahúm Montt o Delirio de Laura Restrepo. O en el arte. Pienso en un caso sencillo: cómo Óscar Muñoz, pintando con un pincel de agua en el pavimento caliente, cuenta lo que significa la desaparición en Proyecto para un memorial. Y si a eso le sumamos la contundencia de las desgarradoras canciones de sobrevivientes de la guerra en Chocó en Bocas de Ceniza de Juan Manuel Echavarría o las sillas vacías que Doris Salcedo hacía caer del techo del Palacio de Justicia, tenemos otras opciones. El vacío en el David de Miguel Ángel Rojas dice más sobre el conflicto armado colombiano que una mamoplastia de aumento hecha a una actriz o la romantización del capo como la víctima porque «son el Estado y la clase política los culpables de que existan narcos».
Para finalizar, una pregunta que surge de la lectura del excelente análisis que hace Daniel Bonilla en Razón Pública: ¿sabemos ver televisión? ¿Nos preocupamos, como personas, de los contenidos que vemos y de su significado? Dice Bonilla:
La televisión y el cine son visiones y versiones del mundo que obedecen a los más diversos intereses e ideologías. Todos los relatos de ficción tienen derecho a existir, todos… Qué bueno que así sea y que tengamos acceso a ellos. Pero no podemos permitir que se conviertan subrepticiamente en el modelo moral que dicte las conductas adecuadas.
¿Dónde están los críticos que buscan formar opinión? ¿Por qué, en años en los que la televisión en el mundo entero está creando contenidos de una calidad altísima (The Wire, South Park, Breaking Bad, Be’Tipul/In Treatment/En Terapia, Modern Family, Arrested Development, Mad Men, Peter Capusotto y sus Videos…), nos quedamos anquilosados en la traquetovisión? ¿No tenemos nada más que contar, o acaso la convertimos en una zona de seguridad para venderla a otros países y tener rating asegurado en el mercado interno? Nos toca formarnos y formar espectadores. Y esos se forman con libertad de oferta, no con un monopolio mediático que nos impone los mismos productos con un cariz apenas distinto.
[Como siempre, agradezco la lectura de amigos muy queridos que me dieron su punto de vista a este texto]
Voyeur: La semana pasada murió en Boston el nigeriano Chinua Achebe, posiblemente el más influyente escritor africano. Además de recomendarles su excelente novela Todo se desvanece (Things Fall Apart, 1958), les comparto su ensayo An Image of Africa, en el que desnuda el racismo escondido en El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad. Y rizando el rizo, les recomiendo escuchar dos discos titulados en honor a Achebe: Things Fall Apart del grupo norteamericano The Roots y No Longer At Ease de la cantante nigeriana Nneka.
Profesional en Estudios Literarios de la Universidad Javeriana. Profesor universitario, escritor y poeta. Coautor de Casas de La Merced (Bogotá, 2015) y autor de artículos sobre educación y literatura publicados en Colombia y España. Cuando no escribe dedica su tiempo a observar, escuchar, leer, cocinar y caminar. El autor cree firmemente que el mundo es un montón de retazos unidos por el pensamiento, el cual los seres humanos no han comprendido en su cabalidad. Las opiniones del autor en este blog no comprometen a las instituciones donde trabaja, estudia y publica.
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