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El escritor y analista (y columnista de este diario) venezolano Moisés Naím, en su excelente libro The End of Power (Nueva York: Basic Books, 2013), plantea cómo el poder pasó de ser un dominio exclusivo de las grandes organizaciones a atomizarse en individuos:
Había un tiempo cuando los líderes estaban íntimamente entrelazados con la burocracia de los gobiernos y los partidos. Incluso los revolucionarios aspiraban a los altos puestos del gobierno. No obstante, recientemente muchos de nuestros héroes se han hecho famosos gracias al mundo digital: utilizan la tecnología para difundir mensajes e influir sobre sus consecuencias en formas que, anteriormente, habrían requerido la infraestructura de los partidos, las organizaciones no gubernamentales o la prensa tradicional. (Naím, 2013, p. 100)
Los argumentos del antiguo ministro de desarrollo y director de Foreign Policy son conocidos. Están Liu Xiaobo, el disidente chino que difundió la Carta 08 y obtuvo el Premio Nobel de la Paz por ello, y Wael Ghonim, administrador de una página en Facebook que resultó ser influyente en el estallido de Egipto en 2011, además de historias no tan conocidas de Kenia, Moldavia, Irán y Túnez. En medio de esas historias, aparece una vieja conocida:
En Colombia, un ingeniero llamado Oscar Morales inició un grupo en Facebook llamado «Un millón de voces contra las FARC» para protestar contra los ataques de este grupo contra la población civil, lo que desencadenó protestas masivas y presión que llevó a la liberación de los secuestrados. (Naím, 2013, p. 100)
Cuando leí esas líneas, me pregunté sobre el destino de Morales y de los otros líderes de la marcha del 4 de febrero de 2008. En este momento veo la foto de los cuatro líderes más visibles (Morales, Rosa Cristina Parra, Pierre Onzaga y Cristina Lucena. Hizo falta en la foto Carlos Andrés Santiago) cuando Semana los eligió como personajes del 2008. En ese corto párrafo Morales decía que «El 4F nos puso la responsabilidad de ser voceros de esa sociedad que no tenía voz. Nuestra misión es que no se vuelvan a callar». ¿Y dónde están ellos? ¿Qué salió de esa marcha, además de imágenes icónicas (la mancha blanca de la 72 con Séptima en Bogotá)? Si me preguntan, después de 2008 no ocurrió nada. Los líderes de la marcha se desvanecieron y se dividieron: algunos se candidatizaron sin éxito al Congreso en el 2010, otros se aliaron con posturas de derecha, pero cada uno armó toldo aparte. Una oportunidad dorada para crear un movimiento serio (como la Séptima Papeleta) se fue gracias a las peleas de sus gestores.
Casualmente, la lectura de Naím se dio esta semana, después del día internacional contra las minas antipersonal (4 de abril) y de la marcha del pasado martes. ¿Qué quedó en las universidades, los colegios, los puestos de trabajo y los medios sobre el daño terrible que provocan las minas antipersonal después de que muchos nos remangamos la bota del pantalón? Nada. Las minas siguen siendo un problema ajeno a la ciudad (donde, no nos digamos mentiras, se define el barómetro de la opinión pública) y mientras no afecte a alguien cercano son ignoradas por el público. Una alumna decía en Twitter, entre chiste y chanza, «Tienes cara de que te remangaste hoy solo para meter la foto a Instagram«. Me acordaba de las crónicas sociales de la marcha del 4F convertidas en largos álbumes en redes sociales.
Y la marcha del martes tuvo un cariz distinto. Muchos (incluyéndome) no sabíamos el verdadero propósito de la marcha. Tuve la oportunidad de recorrer la 26 en Transmilenio entre la carrera 68 y la carrera 30 y veía mensajes disímiles: unos pedían pensión y vejez digna, otros le decían a Santos que ahí estaba su partido, había banderas del M-19 junto a la ikurriña vasca, afiches a favor de Maduro y Chávez, representación de sindicatos y víctimas varias, sin contar el roster completo del sector público. ¿De qué era la marcha? ¿Era salir por salir? 
Pero esto no es exclusivo de la marcha del 9 de abril. En mi memoria queda una marcha contra Chávez que se hizo en agosto de 2009 donde se alzaba una bandera de Bogotá con una esvástica junto a mensajes de extremistas religiosos. Aquí las marchas nunca han tenido un propósito político claro. Marchar se volvió fashion, uno marcha porque otros marchan y es mal visto no marchar. O al contrario. Si marchas eres facho, si no marchas eres terrorista y viceversa.
Sin embargo, esa aparente banalización de la marcha esconde una de las características más dicientes de Colombia: una polarización de grupos que se van moviendo a partir de intereses políticos y momentos determinados. Y esa polarización impide una reconciliación, mientras las personas se mueven (como émulos de Godofredo Cínico Caspa y Jhon Lenin) siguiendo a los líderes. Si algo demuestran esas marchas es que cada colombiano es un país enemigo, como diría Simón Bolívar. En Colombia tenemos la incapacidad de reconocer al otro como un interlocutor válido.
Las marchas tienen un problema fundamental: son efímeras gracias a los intereses políticos de aquellos que la convocan. Y esos intereses siempre estarán contrapuestos con alguien que nunca verá algo bueno en ese opositor (a menos que ese opositor sea su aliado). Los intereses y propósitos loables de esas protestas duran poco. Como diría mi madre alguna vez, cuando se acabó un tarro de Nutella en mi casa en una tarde de fútbol y películas: «dura más un merengue en la puerta de una escuela».
Voyeur: Murió Margaret Thatcher, posiblemente la persona más divisiva de la política británica en los últimos 35 años. Como es de esperarse, la división se reflejó en la música y en muchos artistas que escribieron canciones contra la ex primera ministra. No obstante, hubo un olvido de muchos compiladores, que hablaban de Morrissey y Elvis Costello: Sowing the Seeds of Love de Tears for Fears.


En los oídos: Color On The Walls (Don’t Stop) (Foster The People)
@tropicalia115

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