El derecho al cuidado y sus desafíos en la construcción de una sociedad más equitativa
Gran parte de las aproximaciones al concepto de ética suelen enmarcarse desde una posición indeterminada. Para muchos, no deja de figurar como una noción abstracta y difícilmente definible. Incluso, cuando se da cuenta de ella, esta no deja de ser desplazada hacia campos del saber, como el de la filosofía o el derecho. Esto quiere decir que la ética, más allá de reconocerse como un pilar fundamental de la sociedad con una utilidad práctica, tiene un papel que suele ser adscrito a espacios de alta especialización; desconociéndose con ello su verdadera posición: el corazón de nuestras prácticas cotidianas. Si bien las definiciones de ética son bastante imprecisas, mucho más lo parece ser si esta se colegia con las prácticas del cuidado; es decir, cuando el concepto es acompañado de un complemento que, para algunos, es aún más abstracto: la «ética del cuidado».
Definir una ética del cuidado suele ser visto —en una sociedad que le es bastante difícil identificar algo distinto de sí misma— como una empresa bastante alejada de los marcos existenciales de sus individuos. Pero es precisamente desde esta interdependencia entre la ética y la práctica del cuidado donde se puede, en todo caso, penetrar el fundamento, la razón de ser de la ética: a saber, una práctica humana que emerge desde el amor, la empatía y la responsabilidad con los demás y no, como usualmente se define, esto es, como un estudio abstracto y teórico de nuestros comportamientos. Vale decir que, aunque dicha práctica parece difícilmente determinable, la vida humana es inconcebible sin ella; de cualquier manera, todos requerimos de cuidados, tanto antes de nacer como en el culmen de nuestra vida. El cuidado, según la Dra. Mead, es el primer signo de nuestra civilización, «porque significa que alguna persona se encargó de proteger a ese ser humano cuya pierna se fracturó, lo llevó a un lugar seguro, le proporcionó alimentos y todos los cuidados que requería para su recuperación» (1).
Parece entonces que la emparentación entre la ética y las prácticas del cuidado supone reconocer a esta última como un derecho humano —por su rasgo humano inherente— y, por ello mismo, como una garantía que trasciende las actuaciones de los sujetos con aquellos que detentan cualquier indefensión. No hay posibilidad de pensarnos como sujetos éticos —y como personas— si no existe un deber ser con el otro, lo que implica necesariamente un compromiso y una responsabilidad con los cuidados de los demás. Bajo esta lógica, el cuidado, más allá de ser una práctica que efectuamos en nuestra cotidianidad, se instala como un derecho cuya obligatoriedad trasciende las esferas personales y se instituye en territorios institucionales con unas dimensiones diferenciables: el derecho a brindar cuidados y a recibirlos, independientemente de la situación de vulnerabilidad o dependencia en la que se encuentre el sujeto que los solicite.
Los cuidados son fundamentales para el desarrollo de los individuos en la infancia y la vejez, así como para todo el curso de la vida en personas que poseen una enfermedad o una discapacidad. En este sentido, una nación que no conceda preeminencia a los cuidados es una nación que atenta contra su desarrollo social y económico. La incorporación de este derecho en los marcos legales y constitucionales no solo se enmarca como un avance vital por sí mismo, sino que también exterioriza la idea de ser una nación que piensa en la superación de las desigualdades. Los cuidados «permiten el desenvolvimiento de las familias, nutren y fortalecen a las personas, contribuyen a la reproducción social y de la fuerza de trabajo; asimismo, generan cadenas de valor económico» (2).
Empero, si bien nociones de ética del cuidado o el cuidado como un derecho humano son inherentes a la vida misma y a cualquier sujeto ético, todas ellas parecen remitirse, in stricto sensu, hacia aquellas personas que necesitan cuidados, más no hacia aquellos que los promueven —y en esto reside, por lo demás, uno de sus grandes desafíos—. El reconocimiento del cuidado, desde su obligatoriedad, implica garantizar el ejercicio efectivo de los derechos de todas las personas que requieren cuidados, ya sea en la infancia, la adolescencia o la vejez; pero, a su vez, estos derechos deben acoger también a quienes proporcionan dicho cuidado, trabajadores que, mayoritariamente, suelen ser mujeres.
Ante este efecto, la primera labor por parte del Estado debe ser desplegar una mejor distribución de las labores de cuidado. Es decir, promover una participación más activa de los hombres en dichas tareas, a tenor de una distribución más equitativa de las fuerzas. Debe tenerse en cuenta que, en promedio, las mujeres en Latinoamérica triplican el tiempo que los varones destinan a tareas de cuidado. Según las encuestas sobre el uso del tiempo, “las mujeres latinoamericanas destinan un 19.6% de su tiempo al trabajo doméstico y de cuidados no remunerado, en cambio, los varones solo destinan a estas tareas un 7.3% del tiempo” (3).
Es frente a esto que parece imperante que el Estado promueva políticas públicas inclusivas que mejoren las condiciones de las personas que requieren cuidados y de aquellos que fungen como cuidadores, asegurando, por supuesto, escenarios de participación compartida. Vale decir que el reconocimiento de estas medidas de corresponsabilidad y equivalencia tendría, a fortiori, una incidencia directa en la igualdad de género. Es decir, el trabajo del cuidado dejaría de orbitar los escenarios femeninos —muchas veces no remunerados— y permitiría una mayor participación de la mujer en otras esferas de la sociedad.
Vemos, ante lo dicho, que existe una correlatividad entre la ética y las prácticas del cuidado. Somos sujetos éticos en tanto somos capaces de reconocer la vulnerabilidad de los demás; pero a su vez, pensar en una ética del cuidado implica ser capaces de reconocer dicha noción desde su obligatoriedad, es decir, como un pilar de los derechos humanos que nos acoge a todos, hombres y mujeres en iguales condiciones. Gran parte de las discusiones actuales exhiben cómo las prácticas y las legislaciones en torno al cuidado en Latinoamérica son injustas, en lo que concierne a aspectos de género como en términos socioeconómicos. Esto es así toda vez que muchas de las políticas no son integrales ni equitativas, un aspecto que se impone como un desafío, específicamente a las respuestas que podamos desplegar como actores sociales. Solo llegaremos a tener una conciencia real de una práctica del cuidado si somos capaces de reconocer nuestra verdadera actitud frente a los demás. Pero más allá de esto, solo tendremos una verdadera orientación ante el cuidado si aprendemos a reconocer las desigualdades que se despliegan en las políticas que promueven estas prácticas. Solo si fijamos una auténtica posición que busque la igualdad de condiciones lograremos avizorar el horizonte de una política del cuidado positiva.
Por:
Celso Jaime Ramírez Rojas
Docente
Escuela de Derecho y Gobierno
Referencias:
(1). Margareth Mead. “Primer signo de civilización”. DEMIUSAR
(2) Martínez Franzoni, Juliana (2021). Los cuidados antes y durante la pandemia en América Latina. ¿Una emergencia con oportunidad? En Pautassi, Laura y Marco Navarro, Flavia (Coords.). Feminismos, cuidados e institucionalidad. Homenaje a Nieves Rico (pp. 123-154). Fundación Medife Edita.
(3) Pautassi. L. (2023). El cuidado es un derecho humano: la oportunidad para su consagración en el sistema interamericano. En Agenda Estado de Derecho.
Pautassi. L. (2023). El derecho al cuidado. De la conquista a su ejercicio efectivo.
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