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El trayecto a través de las calles de Montevideo es trepidante y Alejandro se incorpora de un leve impulso hacia el volante, pisando a fondo el acelerador del vetusto coche, cada vez que un semáforo se pone en ámbar, amenazando con detener nuestro avance. Abstraído por nuestra conversación, se pasa de largo la calle por donde debíamos torcer. Se agita nervioso en el asiento del conductor, jura a los cuatros vientos y no deja bien parados a aquellos conductores que han decidido tomarse la tarde del Sábado para circular con tranquilidad por el centro de Montevideo, interponiéndose en nuestro camino.
Nos aproximamos a la cancha, mira el reloj y relaja ligeramente su conducción hasta el preciso instante en que repara que la vía que va derecha al estadio ha sido cortada y que nos toca dar una vuelta del demonio. “¡La reputa madre que los parió a todos!” – exclama, dirigiéndose a unos responsables imaginarios de aquel contratiempo, que obviamente no están allí para darnos explicaciones o para sugerirle a Alejandro que modere su vocabulario, so pena de recibir una multa. Mira de nuevo el reloj y acepta con resignación cristiana que nos vamos a perder el pitido inicial y los primeros compases del partido. “Están viniendo todas mal dadas” – masculla, refiriéndose a nuestra accidentada carrera hacia el estadio, y en lo que espera no sea una premonición de lo que acontecerá durante los siguientes noventa minutos.
Al llegar al estadio, Alejandro me deja en las taquillas para que compre una entrada, mientras él acelera y se dirige raudo a la búsqueda de aparcamiento. Cuando estoy enfrente del taquillero reparo en que no tengo suficiente dinero para pagar el ingreso al recinto. “Realmente hoy están viniendo todas mal dadas” – pienso mientras veo a Alejandro que viene corriendo hacia mí como si fuera Forrest Gump. Cuando llega hasta donde estoy, le comunico medio avergonzado que me va a tener que prestar dinero para la entrada. “Sí, claro” – contesta intentando componer la respiración y seguramente pensando que “este gallego de mierda es más boludo de lo que yo pensaba”.
Con la entrada en la mano nos dirigimos hacia la puerta de acceso, mientras él saca de una bolsa de deporte una camiseta rojiblanca y dos banderas con los mismos colores, una bastante más vieja que la otra. Me da la más antigua y me dice: “ten, ésta es la que llevaba mi padre cuando venía al estadio”. Agarro la bandera y en ese momento se canta un gol desde las gradas. Tiene la impresión de que la algarabía no tiene la debida intensidad y Alejandro asume que se ha adelantado Danubio. Son unos hinchas que ya han ingresado a la cancha los que nos sacan de dudas, momento en el que él levanta los brazos y comienza a gritar como un poseso: “¡gol, gol de River Plate!; nos lo perdimos, ¡pero me importa un huevo!; ¡vamos River Plate, hoy tenés que ganar!”
La cancha de River Plate poco tiene que ver con el Monumental de Buenos Aires donde juega sus partidos el equipo homónimo argentino. Y el tamaño de la institución tampoco, pese a que el equipo uruguayo anda puntero en el Campeonato. El emplazamiento donde se ubica el campo es idílico, rodeado de árboles y vegetación. Es un lugar perfecto para ver tranquilo un partido de fútbol, y de primera división además, algo que en Europa sería impensable: que un equipo de presupuesto modesto le esté tosiendo a los grandes de este campeonato como Peñarol y Nacional. La capacidad oficial del estadio es de poco más de cinco mil espectadores, aunque al no haber butacas y estar literalmente emplazado en un parque, estoy seguro de que se pueden acomodar unos cuantos cientos más. El estadio se llama Parque Federico Omar Saroldi, en honor al primer portero del equipo, que fallecería como consecuencia de un choque fortuito defendiendo la portería de River Plate.
A medida que ingresamos al estadio, Alejandro saluda, y me presenta, a algunos de los miembros de la pequeña, pero no menos bullanguera, barra darsenera, como así se conoce a sus hinchas, y que se ubican detrás de la portería en la que ataca River Plate. Alejandro me presenta de igual manera a algunos viejitos a quienes conoce desde que era niño y su padre le traía al estadio para ver jugar al equipo de sus amores. El partido es intenso y en las postrimerías del primer tiempo, Danubio nivela la contienda y sus hinchas parecen animarse con parecidos ritmos que los de River Plate pero con diferente letra. Alejandro maldice la mala suerte de su equipo y aprovecha para lanzarle algunos piropos al cancerbero del equipo visitante en un intento por descentrarle y que marre algún despeje. Concluye la primera parte y nos desplazamos hacia la otra portería, donde atacará River Plate en la segunda parte.

En el descanso buscamos a la máquina de café con poco éxito. La maquina de café es un tipo que recorre las gradas con un termo de gran tamaño y sirviendo un vaso a quien se lo solicita. Desistimos de igual manera de cambiarle el agua al canario, porque en los pequeños baños hay una cola descomunal y no es la nuestra. Nos acomodamos en la parte de la tribuna central más próxima al banderín del córner sobre el que atacará River Plate en la segunda mitad. Los muchachos de la Barra, que no serán más de quince y un bombo, llegan detrás nuestro. Alejandro saluda a varios de ellos y le pide un cigarrillo a uno que tiene pinta de estibador del puerto, de aspecto rudo y con los dientes mal dispuestos. Se acerca un viejito de pelo cano, abrigado con una chaqueta de entretiempo y armado con un transistor, que saluda efusivamente a Alejandro. “Era amigo de mi padre” – me dice conteniendo la emoción. Tras departir con nosotros durante algunos minutos, el viejito baja y se dispone a presenciar el segundo tiempo pegado al alambrado.

El segundo tiempo es un toma y daca constante hasta que River Plate desnivela la contienda para algarabía de los aficionados locales. Los escasos miembros de la Barra apuran el redoble del bombo y elevan los decibelios que llegan desde la grada al terreno de juego en forma de aliento en pos de una victoria. Al lado del viejecito del transistor se incorpora otro, negro y de unos 80 años, que no resiste permanecer sentado y deja a su mujer en la grada mientras él se agarra al alambrado como si fuera un koala. Los últimos minutos no son aptos para cardíacos y cuando el árbitro decreta el final del partido, los dos abuelitos alzan los brazos en señal de júbilo y se funden en un abrazo. River Plate, e imagino que ya habrán perdido la cuenta, ha vuelto a ganar en su cancha, desafiando, desde que ellos tienen memoria, a aquellos que siguen pensando que el fútbol es cosa de millones y grandes estadios…