¿Hay alguna comida que les traiga algún recuerdo importante de infancia? ¿A veces la preparan para rodearse de quienes ya no están en sus vidas? Esta es mi historia sobre el guacamole…

Hoy me encaminé en un viaje por la costa norte española hacia Denia. Cuando me senté en el puesto de adelante recordé una época de mi vida, donde solo se me permitía ir sentada en la parte trasera del carro, entre dos adultos. Eran las vacaciones con mi familia paterna y esos dos adultos eran mi abuela Lilia y mi tía Cristina. Adelante iban Jorge, el esposo de mi tía, y mi abuelo Raúl. El abuelo era el copiloto e iba aferrado a la manilla de la puerta -esa que tienen todos los carros junto a la ventana- durante las cuatro o cinco horas de viaje hasta la cabaña de La Pintada.

Yo me sentaba en la mitad sometida a las órdenes de los de adelante y los de atrás. Mi única manera de librarme del tedio era colarme en el centro del carro, donde estaba el freno de manos, para saber qué pasaba, a dónde íbamos, qué comeríamos.

La parada principal la hacíamos en La Mayorista, la plaza de mercado más grande de la ciudad. Desde la parte de atrás las mujeres codirigían nuestro rumbo. Íbamos en busca de la carne, las papas, la yuca, los plátanos, y el aguacate. Me encantaba esa forma tan mística en la que mi abuelo tocaba los aguacates para comprobar su maduración. “Este sí y estos no”. Los aguacates elegidos serían parte del selectivo grupo que conformaría el guacamole, esa salsa tan especial, y poco colombiana, que no podía faltar en los asados.

La última de nuestras paradas era donde el carnicero. Más que un simple vendedor ya se había convertido en un amigo cercano de la familia. Por eso antes de mostrar su producto se detenía a conversar, era parte del ritual. “¿Cómo está doña Lilia?” “¿Qué tal el tiempo por la Pintada?” “¡Ah cómo pasan de sabroso ustedes allá!”, “Hoy le tengo una carne que ni mandada a hacer”. A mí me fascinaba esa forma de hablar de las personas de Antioquia: la soltura, las comparaciones, las exageraciones. Yo venía de otra región, en la que vivía con mi madre, donde la cadencia para hablar era más lenta, todo otro mundo.

Desde atrás yo seguía tratando de inmiscuirme en el mundo masculino, en los de adelante, y ponía la mitad del cuerpo entre mi abuelo y mi tío, pero mi abuelita me devolvía hacia el asiento, como si ella fuera la fuerza de gravedad. “Vení mi amor, acá juiciosita con nosotras”. Ellas mandaban, pero de otra forma, una más sutil, que resultaba infalible.

Al cabo de un rato, yo ya iba tranquila en la parte de atrás. Saber que íbamos con el mercado completo era una especie de alivio que compartía con los adultos.

El trayecto comenzaba en tierra fría, en lo alto de una montaña, y luego descendíamos hasta la tierra caliente. Ahora que lo pienso siempre me ha encantado ese elemento tan exótico de los países tropicales, que nunca llegamos a vivir las estaciones: ir de lo frío a lo caliente.

En el momento en el que llegábamos a la planicie un aire exquisito y caliente se filtraba por la ventanas. Mi abuela me dejaba sentarme en sus piernas para sacar la cabeza por la ventana y ver los árboles en la carretera. A nuestra llegada nos esperaban una cosecha de mangos para completar el menú gastronómico de las vacaciones.

Hoy que viajo a Denia no llevo ni las papas, ni las yucas, ni el aguacate. Los tiempos han cambiado. Viajamos solos o de a dos. No siempre en grupo. A veces en mi casa, sola o acompañada, vuelvo a preparar el guacamole, para acordarme de mi abuela y de mi tía. Ninguna de las dos vive ahora, por eso me gusta sentirme como cuando iba entre ellas en la parte de atrás. Cuando menos lo espero ese recuerdo de las compras desde el carro se me aparece y me veo ahí apretujada en la mitad, el brazo de mi abuelo que se sostiene firmemente y el aire de la tierra caliente soplándome en la cara.