Un cuento de fin de semana para ficcionalizar la vida….
Borré el casete de Pink Floyd de mi mamá. Ella guardaba sus casetes, entre otras cosas, en un armario. Yo la espiaba como si mi madre fuera la guardia de seguridad de un banco que me disponía a robar. La miraba mientras abría el precioso cajón de sus recuerdos, se ponía una pañoleta y se aplicaba dos gotas de perfume en el cuello. Luego cerraba con llave.
Las tardes eran largas para mí y por eso comencé a jugar aquel juego de perseguirla para saber dónde escondía la llave de los secretos, de sus secretos. En cuanto yo llegaba del colegio comíamos juntas y nos acostábamos a ver la televisión. Nos quedábamos dormidas y cuando ella se levantaba a abrir el armario, yo fingía seguir durmiendo. Ella daba vueltas y vueltas por la casa antes de salir a trabajar, y en alguna ocasión alcancé a escuchar que abría un tarro en la cocina. ¡Ay pobre de mamá! La había descubierto: en un frasco viejo y olvidado guardaba sus llaves. Desde entonces, me pasé algunas tardes jugando con sus secretos: joyas, perfumes, ropa, fotografías, incluso algunos cuadros de aquella época en que le gustaba pintar.
La caja con los casetes la encontré mucho después. Los miré uno a uno hasta que descubrí uno con dedicatoria, sí, de papá. Era un casete viejo y desgastado que decía Pink Floyd. Supuse que no era gran cosa, pero me dediqué a deshacerme de aquel recuerdo para que mi madre no tuviera que acordarse más de él. Grabé en él música cualquiera que se oía en las emisoras de radio locales: vallenatos, salsa, cumbia, baladas. Al poner el lado B del casete escuché un poco de la música original, hasta que de pronto se detuvo y comenzó a hablar alguien, una voz nueva para mí. Era él, mi padre. “Baby, I let you these memories of our love”. Lo detuve. Escondí de nuevo el casete. No sé si mi madre alguna vez se dio cuenta. Nunca me dijo nada. Sin embargo, yo jamás olvidaría lo que escuché en el casete de Pink Floyd.