Habían pasado cerca de 10 o 12 años. Elisa y Mateo fueron amantes casuales durante un mes. El mes de una luna inmensa que desbordo las mareas. Todo ese romance transcurrió en una casa que un amigo de Mateo le había prestado para una estadía corta. La casa, de viejas maderas, en pleno centro de Bogotá, era helada. Tenía un árbol gigante en el patio y sus ramas se metían en las habitaciones. Eso le daba un aspecto lúgubre al lugar, que Elisa disfrutaba, cada vez que entraba a hurtadillas, como si algún habitante inesperado la fuera a descubrir.
Elisa había crecido en uno de los barrios más lujosos de la ciudad: Rosales. Ese bloque residencial que mira desde los cerros a la ciudad inclemente. Todo en su casa era blanco, pulcro, aseado. Es por eso que decidió escaparse por un tiempo, refugiarse en un lugar oscuro, frío, con una ducha tan pequeña, que apenas le permitía bañarse a medias.
De esta forma pasaron 30 días de una luna intensa que los develaba. Hubo amaneceres, madrugadas y confesiones, hasta que se separaron, sabiendo que volverían a verse no en días, ni meses, sino en años. Años que transcurrieron plenamente, al lado de nuevos amantes, parejas y casas. Casas grandes, bonitas, elegantes, húmedas, gordas y añejas.
Hoy que se volvían a ver, ya sin luna, y con pocas anhelos, Mateo la miraba bordeando su figura. La vio más flaca y pálida. La recordaba como a una niña extraviada que había utilizado la casa de refugio contra su vida en los cerros. Por eso no entendió cómo fue que de su boca brotaron aquellas palabras.
—Entiendo que te desaparecieras, pero jamás terminamos y acá llegas con anillo de casada y cara de inocente— dijo mateo con ese tono vil e infantil que nunca superó.
—Pero, ¿qué dices Mateo? —Elisa no quería perder el control—. Pasaron quién sabe cuántos años y cuando nos dejamos era porque tú te ibas de la ciudad. No tenías ni siquiera dónde vivir. Déjate de payasadas y cuéntame qué ha sido de ti.
—Payasadas no. Ahora que la veo me acuerdo de promesas hechas, de palabras, palabras muertas.
—¿Qué sería de aquel árbol en la casa de tu amigo? —dijo ella para cambiar el tema y pronto se sintió triste, melancólica, por ese hombre oscuro que alguna vez quiso.
—Lo talaron. No sé, ni me importa un carajo. ¿No deberías irte? — y cerró sus ojos como si una mirada lúgubre fuera a invadir el lugar.
—¿Te animarías a ir a ver qué fue de aquella casa?
Desde la Avenida Caracas con calle 45 se veían dos sombras intentar saltar las rejas de esa casa despedazada, habitada únicamente por un árbol de ramas inmensas, que se escapaban por las ventanas.
—No mires hacia esa casa— le decía un padre a su hijo de 13 años e imaginación febril— Son los fantasmas de esos dos jóvenes que murieron en el temblor, cuando la gran mansión de los Navas se derrumbó.