A todos esos personajes anónimos que recorren nuestras ciudades…quienes sabemos que están ahí, pero vemos muy poco o ignoramos cada día.

 Se podría llamar María, Luisa o Antonia, como todas las mujeres anónimas que caminan por ahí, sin siquiera llegar a pensar que serán recordadas por algo.

Sin embargo, María no sabía —ni jamás habría tenido la osadía de pensar— que ella, más que nadie en aquella ciudad, era testigo crucial de todo lo que acontecía.

No podemos dejar de contar que esta mujer, de escasos 40 años (aunque aparentaba muchos más debido a sus pronunciadas arrugas y posición desgarbada) tenía un empleo, una casa y una mascota. Sí, un pequeño perro, flaco y cansado como su dueña, que la acompañaba en las barridas diurnas y nocturnas.

María se fue volviendo parte del paisaje de la ciudad. María en los atardeceres cerca de la plaza de los hippies, cuando un grupo de muchachitos se reunía a tocar tambores y a tejer. María cuando ocurría un choque de buses en la carrera Quinta. María cuando se inauguraba en nuevo mega centro comercial. María cuando marchaban los desempleados en las calles. María cuando las personas se reunían a comer y a beber. María cuando en la ciudad todos dormían. En definitiva, María, quien ya no escuchaba por un oído, ni veía mucho, siempre estaba ahí cuando algo en la ciudad pasaba.

Sus viejos ojos verdes se habían teñido de transparente y parecían estar ausentes, pero no, allí estaban nublados por el polvo del suelo o el humo de los carros.

María barría las flores moradas y rosadas de los Ocobos que caían sin parar para tapizar esta ciudad descolorida. Barría, pero lo hacía con placidez, como en un baile continúo.

María vio la noche en que la luna se acercó gigante a la tierra y desbordo las mareas. Claro, que la ciudad no tenía mar, sino unas inmensas montañas que la acompañaban todos los días en su travesía de barrendera.

El perro —perro porque nadie le había puesto nombre— la acompañaba leal, tranquilo. Cojeaba de la pata trasera, pero no se quedaba atrás, apuraba el paso, para alcanzar a la rápida María.

María en el centro, hacia el sur, hacia el norte. Una barrendera que sentía la escoba como una extensión más de su cuerpo. Eran solo ella, el perro y la escoba.

Con los años la ciudad fue creciendo y muchas veces la enviaban a barrer los nuevos barrios que quedaban a las afueras de la ciudad. Barría cerca de los buses que conducían a toda velocidad y que le azotaban la cara con el viento que dejaban a su paso. Sin embargo, María persistía.

Ella fue testigo, por ejemplo, de las fiestas del folclor que se celebraban cada año. Recogía latas de cervezas, paquetes de comida, botellas de alcohol y elementos cortopunzantes.

Al contrario de lo que se pensaría, ella no se sentía parte de la ciudad. Su misión era barrer, como si sobre sus hombros hubiera caído un mandato divino que había aceptado hasta el final de sus días.

Entre tanto ir y venir, rodeada de montañas, de su perro, del polvo, del humo y de las flores, María vio la muerte. Era la primera vez que tiraba la escoba a un lado. La botó al suelo cuando vio al perro cruzar la avenida detrás de un oloroso bistec. María gritó, pero el carro no alcanzó a detenerse. La ciudad había perdido a una testigo imperturbable y eso nadie lo sabría. O bueno, quizás eso no sea del todo cierto, allí estaba yo para verlo y ahora recordarlo desde la distancia. Para acordarme de esa ciudad gris coloreada con flores que no puedo imaginar ya sin María.

@JuanaRestrepo87