“Me dicen Tico”, pronunció tímidamente el hombre a quién le regalé la cobija y que me había causado tanta intriga desde hace algunas semanas cuando yo lo veía desde mi ventana. Por fin había conseguido llevarle un almuerzo después de que días antes la lluvia o algún imprevisto con mi pequeña bebé me impidieran salir antes de que él se fuera.
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Tico llevaba la misma ropa de todos los días: chaqueta azul y pantalón gris. Las manos marcadas por el trabajo y la vejez. Le pregunté qué hacía en aquel parque cada día y lo primero que hizo fue aclararme que él tenía casa: “para qué voy a mentir si yo casa sí tengo. Es allí bajando por este bosquecito y por la vía en la que pasan los buses, lo que sucede es que hace meses se inundó y casi quedé sin nada. Yo tengo asma, miré aquí están mi inhalador y mis medicamentos. Vengo a este parque a recibir el aire puro de la naturaleza y un poco de sol”.
Sin embargo, hace días que llueve y Tico no ha tenido mucha suerte. Mientras conversamos, llega al parque la misma señora que hace unos días vi hablando con él cuando paseaba a su perro. Le dice que seguramente en unos días cambiará el clima. “Seguro le hará más solecito”. Tico lo necesita para sentirse mejor de su enfermedad. Después de que aquella señora nos deja de nuevo solos me cuenta que no tiene esposa o hijos, solo una hermana a la que no quiere incomodar porque está con su familia y el esposo se podría molestar.
—Yo ya estoy viejo y uno aprende a vivir así, con dificultades. Yo sí tengo casa para qué voy a decir que no —repite—. Antes trabajaba en las construcciones o recogía café, pero haciendo eso por el frío fue que me enfermé y ahora me cuesta trabajar más. Me operaron hace poco también de una arteria y me llevaron hasta el Líbano, Tolima, para que me trataran los de Médicos sin Fronteras— me cuenta.
A Tico le cuesta mirarme cuando habla. Es tímido. Solo ve los árboles que nos rodean. De repente, vuelve a hablar y dice que hace muchos años le dieron un bebedizo que lo dejó loco, que perdió la cabeza y que su madre —que en esa época estaba viva—invirtió mucho dinero en curarlo. “No creo mucho en las religiones, pero lo único que me salvó fueron los del grupo ese de José Gregorio Hernández, no creo mucho, pero así me curé”. Afirma que ya está mejor, aunque al verlo siento que su mente aún divaga por tantos lugares que no se recuperó del todo.
Le preguntó si necesita algo: “libros”, dice, “a mí me gusta leer bastante”.—¿De qué tipo— afirma que de todos, menos los de Gabriel García Márquez. Le sacan el mal genio. Hace poco una extranjera que vive en mi mismo edificio le regaló Cien años de soledad, pero a él no le gusta ese autor, aunque le dio pena decirle. “Es que sí, él se ganó ese premio y todo (el Nobel de Literatura), pero lo que ha hecho es reproducir el habla de los campesinos. Sí, yo no le veo mucho mérito propio, si me pregunta me gusta más Vargas Llosa, tiene más técnica, más argumento, llega más directo al grano, no adorna tanto las cosas”. No quise decirle que, precisamente, en retomar esa habla tan sabrosa está lo que a mí me fascina de algunos autores, como el propio Márquez, o Juan Rulfo. Le prometo que le traeré más libros y recuerdo que tengo el último de Vargas Llosa, aunque es a mí a quien no le gusta mucho el escritor peruano. Nuestra charla se alarga hablando de libros.
“Vea lo importante es que el que lee vive recordando”, dice Tico. Así no pierde la memoria y, a pesar de todo lo que ha pasado, no olvida lo que le enseñaron en el colegio los curas salesianos.
Me pide que la próxima vez le lleve algo que yo haya escrito a mano porque él estudió grafología y sabe descifrar la personalidad de una persona por su letra. “Yo de eso sí sé, puedo decir cuando alguien es pesimista o optimista. Inestable o Estable. En serio que de eso sí conozco”.
—Bueno don tico, lo dejo para que almuerce.
Me mira de nuevo, baja la cabeza y respira hondo para tomar el aire de ese bosque que se alza detrás de nosotros. Le gusta estar ahí. Eso es todo. Afirma que tiene casa. No sé si será realidad o invento. Si él mismo lo será. Se despide y quedamos en vernos para pasarle unos libros y uno que otro almuerzo o comida cuando coincidamos. Él se la rebusca día a día. Mañana no sabremos si lloverá o saldrá el sol. En eso coincidimos. Esperamos a que pare un poco la lluvia para disfrutar más de este parque y esa naturaleza que alivia los males del alma y el cuerpo.
Se despide con su mano y la vuelve a introducir en su bolsillo. Se alista para almorzar, pero antes toma una bocanada de aire, respira, y mira hacia la nada.
Nota: En el artículo anterior (El señor de la cobija) algunos lectores mostraron interés por saber más sobre Tico, el hombre de la cobija, y espero haya sido de su agrado, como lo fue para mí, conocerlo más y saber cuál era su historia. Debo aclararle a uno de los lectores que esto sucedió en Ibagué, Tolima, donde actualmente resido y no en España. Aún en mi información aparece mi antiguo lugar de residencia, ya que por tiempo no han modificado mis datos en este blog. Por último, a quienes piensan que tras una persona que habite la calle (o parezca hacerlo) puede haber mucha desidia por parte de ellos mismos, les respeto su opinión, pero para mí son personas a las cuales debemos mirar igual que al resto, que tienen historia, familias, anhelos y por eso es tan interesante cuando uno se encuentra con alguien como Tico y sabe qué le pasó, qué le gusta y cuáles son sus necesidades o intereses, como pasaría con cualquier otro ser humano. Gracias por leer.