La casa de los abuelos se quedó sola en esa tarde de agosto. Los Ocobos habían dejado regadas sus flores por el suelo. Recorrimos uno a uno los cuartos; como quien busca algo que se le perdió hace muchos años y no recuerda qué. Éramos ella y yo, ella visiblemente más envejecida y yo con los ojos llenos de visiones. Visiones de escondites y habitaciones. Nos invadía un polvo, un polvo viejo que recubría mis manos y memoria, esa memoria de lo oculto y de lo que quedó enterrado en esa casa llena de luces y de sombras, en donde fuimos pasando, uno a uno.
Encuentro algunos rayones en la pared. Recuerdo la falda de mi abuela, una falda vieja, de la que colgaban varios hilos que yo jalaba para pedirle atención. Me doy cuenta de que la casa está sola, pero en ella habitamos todos los que partimos. Así vacía está más inmensa; cada una de sus grietas me recuerda a esa estrella que alguna vez vimos recostados en el techo, de esta casa, que ahora parece llamarnos.
Me detengo a recorrer las habitaciones y encuentro que se han dilatado. Una puerta me lleva a la otra y percibo que en el fondo hay un espejo. Un espejo alto desde donde veo varios retazos de las historias de mis ancestros. Encuentro un sótano frío y húmedo, que conduce a un patio, albergado por más de mil especies. Me detengo a reconocer su familiaridad de objeto extraño. Crece un árbol inmenso. Me recuesto encima de sus raíces y siento cómo la humedad de su tronco permea mis poros.
Subo de nuevo y veo sombras que se esconden debajo de las camas, y jugamos. Jugamos a buscarnos, mientras la casa se expande. Luego se hace tan pequeña que debemos juntarnos, sentirnos cerca, así como cuando uno quiere que algo nunca se le escape de las manos.
Y mientras contemplamos esa casa, donde creció nuestra vida, cerramos una puerta.