Fue una mañana calurosa, espesa, y con mucho cansancio. Martina había dormido en la casa de mi mamá para que yo la viera al despertar, luego de un largo viaje. Sin embargo, haber llegado el día anterior a las 3 de la mañana no hizo nada agradable levantarme a las 6 a.m. aunque ahí estaba ella mirándome con esos ojos grandotes y lista para decirme claramente, y a sus 9 meses, “Mamá».
La miré encantada, aunque pronto caí en un profundo sueño. Mi mamá y mi esposo se quedaron con ella. Habían pasado probablemente 9 meses exactos en los que yo nunca dormía más de 6 u 7 horas seguidas. Hoy era un lujo y mi cuerpo cayó en un sueño largo que se sintió como un premio.
Me desperté a las 4 o 5 de la tarde. Hace años no me recostaba a ver una película con mi mamá. Prendimos el televisor y estaba la ‘Bella del señor’. Vestidos largos, tragedia y amor ¿Qué más puede pedir uno para un apacible sábado?
Por un momento, sentí como si hubiera retrocedido el tiempo. Yo era la de antes, antes de irme de Colombia, de estudiar, de tener a mi hija. De nuevo en la casa materna, con el sonido de los grillos, los gatos rodeándome y la bañera. Me sumergí una hora y a oscuras me hundí en el agua. Un descanso. Un respiro para pensar en el cansancio, en los moretones, que a veces dejan la tristeza y la felicidad.
Un regreso al hogar. Un solo día para respirar, para darme cuenta de que los lapsos de tiempo en que podemos admirar hacia el pasado son cortos y que, por suerte, ya no somos los mismos.