¿Cuántas paganas conocemos, con esta o historias diferentes?
A los 17 años me convertí en mujer cuando me enamoré de un hombre mayor. Con él aprendí a beber coñac, a ponerme vestidos y a usar corsé. La niña de papá y mamá ya era bienvenida en las ligas mayores. Rápidamente tuve carro, dos cirugías plásticas y un gran diamante en la mano.
¿Que si me arrepiento? No, doctor, no sería la mujer que soy ahora. Míreme: pelo impecable, sonrisa inmaculada, senos despampanantes. Toda una reina de belleza. No me cambiaría por nadie.
Como le venía contando, pasé de niña a mujer. Tuve clases de etiqueta y glamour. Aprendí a hablar solo cuando fuera necesario y a dejar a mi esposo solo con sus amigos y socios. Eso sí, él me hacía respetar. Ninguno podía mirarme, así yo estuviera nadando desnuda en nuestra piscina. Los guardaespaldas debían fingir ceguera. Durante ese tiempo él jamás me tocó un pelo, yo sabía lo de sus amantes, claro, no hacerlo habría sido como negar lo innegable. Eso nunca me molestó.
Sin embargo, todo cambió a partir de mi crisis nerviosa. Dejé de sonreír tanto y me costaba vestirme con la elegancia que él quería para las fiestas. Los antidepresivos me ponían a dormir largas horas y no pude seguir consumiendo alcohol.
Colmé su paciencia el día en el que toqué su inmaculado caballo. No me pregunte por qué, pero en uno de mis delirios, aparecí desnuda tocando su caballo y quise salir a montarlo. Traté de ensillarlo, pero no pude. Me monté así, lisa y llana, y cabalgué. El animal era manso y no puso problema hasta que sonaron esos disparos. Anunciaban el Apocalipsis.
Venía él, acompañado de sus escoltas. Me persiguieron, como en un juego de esos de Nintendo, caí en el piso. recuerdo a mi marido arrastrándome del pelo. Los golpes y disparos cerca a mi oreja. Yo sentía dolor, pero también terror de que me expulsaran del único mundo que conocía.
Ahora me ve aquí, lejos del bullicio, de los caballos y del whisky. Él sigue siendo generoso, me envía regalos cada mes al centro de reposo, pero jamás volví a verlo.