Sobre el «canibalismo femenino». ¿Por qué las mujeres pueden ser infinitamente creativas cuando de agredir a otra mujer se trata?

Por Tibisay Estupiñán Chaverra, bacterióloga y escritora de vocación. @tibisayes
Me he pasado noches enteras tratando de entender ese comportamiento errático que tenemos las mujeres. Ese que nos transforma de una madre o amiga amorosa y comprensiva en un ser belicoso y egoísta. Esa especie de  «canibalismo femenino».
El poder de las relaciones entre mujeres es tan fuerte que puede salvar o devastar una vida. Es de salvación cuando esa amiga, hermana o compañera de lucha nos cobija en su seno, sirve de bastón, llora nuestro sufrimiento y ese descargue nos alivia el alma y nos hace sentir inmensamente queridas.
Pero como dije antes, también son devastadoras cuando nos convertimos en las «malditas del paseo» y vemos una rival, una enemiga, en un ser que, en términos generales, es idéntica a nosotras.
Las mujeres tenemos una codificación de personalidad con rasgos muy semejantes, no importa si somos negras, blancas, altas o con necesidad de tacón No. 15.
Una característica que llevamos en la sangre, que pareciera haber sido trasmitida en la placenta por lo precoz de su aparición es: la bendita rivalidad.
Aunque pensándolo bien, más que genética o bioquímica es una herencia de la cotidianidad machista que paradójicamente nos han proyectado las mujeres más representativas en nuestra vida: nuestras madres, hermanas y amigas, y no los hombres como siempre hemos querido creer.
Somos infinitamente creativas cuando de agredir a una semejante se trata. Rebuscamos palabras o frases  hirientes que desgarren su ser y la hagan sentir minúscula; y ni hablar del campo sentimental o mejor dicho, el «campo de batalla», donde nos volvemos kamikazes.
Sepultamos hasta nuestra dignidad para evitar «pérdidas» de amores que a veces ni nos corresponden, pero como no queremos entenderlo, nos amurallamos en sátiras, ofensas y «estrategias de guerra» que nos lastiman más a nosotras mismas que a quien las recibe, porque estamos cada día más solas, afligidas e insoportables.
No somos capaces de enfrentar el mayor de nuestros miedos: el abandono.
Seguimos sintiéndonos tan culpables por la transgresión en el paraíso, que nos pasamos la vida arrastradas pidiéndole perdón a nuestro Adán, pariendo Caínes y Abeles y apedreando y exiliando a otras Evas.
Reconocemos nuestro error en minúsculas bocanadas de reflexión pero no somos capaces de aceptarlo.
Por eso, aunque sabemos que no tiene sentido continuar con esta maldición engendrada desde el vientre, seguimos taladrando el corazón de nuestras hermanas y crucificándolas para la redención de nuestros propios pecados, pues muy en el fondo sabemos que somos las únicas culpables de lo fangoso de nuestra vida y lo enlodado de nuestros sentimientos, pues nosotras hemos elegido como y con quien compartir lo que llevamos dentro.
La buena noticia es que estamos a tiempo de cambiar para que nuestras hijas no se pudran en la misma pestilencia. La mala noticia es que no queremos.
Cambiar no es fácil y menos en este caso, en el que se necesita tener un poco de «lesbianismo emocional» para compensar los siglos de auto-misoginia que hemos guardado en nuestra mente, porque aunque lo neguemos muchas veces nos despreciamos y no nos creemos dignas de recibir más que las sobras, cual viles «cerdas» en este mundo, que a veces nos parece un chiquero.
Nos han dicho que el dolor nos vuelve fuertes: BASURA! El dolor nos ha vuelto necias, calculadoras e insensibles.
Por eso, aunque nuestra alma quiere y cree en la camaradería femenina, nuestro ego, miedos, frustraciones y dolores del pasado nos obligan a seguir siendo esa medusa que todo lo convierte en piedra o esa hiedra venenosa capaz de matar todo a su paso.
Suficiente tenemos con los dolores de parto, el sangrado mensual y la fragilidad de nuestros corazones; estos castigos dados por la perturbación de nuestra madre Eva deberían bastar para entender que no hace falta más dolor, que debemos reconciliarnos con la divinidad que una vez tuvimos y que ya es hora de hacer un pacto de no agresión entre mujeres.