«El  texto de esta frase tiene mucho de cierto. Lo que hemos mal interpretado es el subtexto. El otro clavo no tiene que ser precisamente otra persona»: @tibisayes

Por Tibisay Estupiñán Chaverra, bacterióloga y escritora de vocación
Nuestra jerga popular tiene acuñado un sinnúmero de frases que representan nuestros sentimientos, decisiones y vivencias cotidianas.  Sin embargo, me atrevo a decir que «un clavo saca a otro clavo» es de las más emblemáticas.
Todos, absolutamente todos hemos sufrido una decepción amorosa. A algunos de buenas les tocó vivir esa experiencia en el jardín infantil o la escuela, donde «el profe» o «la maestra» era muy grande y no pasaba de ser un sueño, o simplemente algunos eran un «Cirilo», al que le gustaba la monita del salón que no le daba ni la hora.
Estos «traumas» eran fácilmente superados y por lo general no había corazón roto que un bombón o un regalo nuevo no pudieran reparar.
Con el pasar de los años el tema se complica un poco, pues nos enamoramos cuando ya hay conciencia, maldad y alevosía en el ambiente.
Nos involucramos en una relación buscando ese trozo de felicidad que por honor nos corresponde a cada uno, ese pedacito de cielo que el Señor ha reservado para que probemos su infinita gloria.
Después de tanta belleza, sanidad, gritos de alegría, ridiculez extrema y amor desenfrenado, de la nada y como un tsunami, llega ese día en que todo se nubla, el corazón se parte, el alma se enluta, la relación se acaba y solo queda enterrado, atascado, clavado en el pecho ese recuerdo que no nos deja avanzar, que nos deshidrata, que nos consume hasta los huesos.
En ese momento, donde todo sabe a dolor, donde ya ni comer es un placer, el más filósofo de nuestros amigos nos lanza la enigmática pero alentadora frase, que puede sentirse como una simple palmadita en el hombro o como un desfibrilador: «No te preocupes que un clavo saca otro clavo».
Con el tiempo se aprende que el texto de esta frase tiene mucho de cierto. Lo que hemos mal interpretado es el subtexto. El otro clavo no tiene que ser precisamente otra persona; una versión amorfa, bruscamente armada de todo lo que hemos perdido.
Nos hemos enfocado en salir presurosamente a buscar nuevos «clavos» sin pensar que estos pueden estar oxidados, descabezados o en el peor de los casos se parten al primer martillazo y terminamos con un hueco más grande y profundo. Con dos clavos incrustados que hasta en «el taller del Maestro» resulta una tarea que necesita de mucha herramienta para reparar el daño y pulir las estrías que quedan grabadas.
No nos detenemos a pensar que el clavo que saque al otro pueden ser esas pasiones, esos sueños que nos movilizan a diario.
El éxtasis de un beso puede ser sustituido por un deporte extremo que nos avive el alma, una cogida de manos por el contacto con las páginas de ese libro que siempre quisimos leer, las caricias en la piel por el viento de tierras lejanas que jamás pensamos conocer, el baile de los cuerpos por la articulación de las palabras en los poemas o artículos que siempre quisimos escribir y las palabras de amor y lujuria por una voz tierna que nos dice mamá o papá.
No se trata de olvidar. Cuando se ha querido de verdad, con el tiempo recordar no duele. Tampoco de sonreír hipócritamente, ni de crear espejismos; sencillamente estos «clavos» son altamente efectivos porque no solo alimentan el cuerpo de vibraciones, sino que dignifican el alma, avivan el espíritu, generan creencia y voluntad para entender que somos más que madera y cemento, que hay algo más para intentar, algo más para conocer, que hay algo más en que creer.