«La objetividad nos permite soñar sin olvidarnos de nuestra realidad. Primero hay que ser para tener y luego tener para poder hacer».
Por Tibisay Estupiñán Chaverra, bacterióloga y escritora de vocación. @tibisayes – facebook.com/tibisayes
Un día, de esos días en que uno se levanta con el corazón contento y con ganas de abrazar hasta al señor del bus, leí esta frase y me dio cólico.
La revisé y la olí como se revisa y se huele un chorizo de feria. No sé por qué me la tomé tan a pecho. La sentí como una indirecta del cosmos, luego la convertí en un directazo, me la tragué y creo haberla digerido.
En el ejercicio diario de vivir nos encontramos de cara a decisiones que pueden cambiar sustancialmente el curso de nuestra vida.
Decidir detenerse a sacarse una piedra del zapato en medio de un puente oscuro, puede implicar quedar en medio de una balacera o exponerse a que lo atraquen. Esto es solo para ilustrar el poder que tiene esta vaina de las decisiones.
Como las decisiones son tan importantes, siempre nos preguntamos: ¿hasta qué punto debe influir el corazón o la razón en estas? Los seres humanos estamos pululados de sentimientos, por ende, nuestro corazón pareciera ser, con frecuencia, más fuerte que nuestra razón.
Creemos que al ser tan fuerte, es quien está gobernando sobre la mayoría de nuestras decisiones, pero realmente lo que existe es un balance que nos permite crecer y avanzar pero sin dejar de creer o sin dejar de ser estruendosamente felices. O por lo menos esa parece ser la idea del creador de esta locomotora llamada vida.
Solo quien posee un corazón intensamente grande y apasionado puede anular una parte de este y darle paso a la objetividad, sin impedirle que vibre o siga amando. Eso no es contrariedad, eso se llama equilibrio.
Y solo en el momento en que una persona ha experimentando algo reflexivo, como por ejemplo: amar, puede concebir esta ecuación con claridad.
Seguramente entendió que primero hay que ser para tener y luego tener para poder hacer y esa seguridad que se desarrolla con el hacer la llevará a que quiera, y como querer es poder, podrá reactivar la parte anulada para empezar a escribir una nueva historia y en el tiempo perfecto, el universo conspirará en sintonía con el anhelo de su corazón. -Apúntele esa que ya hizo moñona-.
No debemos desligar las emociones (corazón), de lo que hemos sido conscientes (razón). Debemos analizar si nuestro objetivo está bien sustentado para no caer en el Data Crédito de la vida, el común de muchos, «lo que pudo haber sido y no fue».
Ahora, por la gracia de Dios, la objetividad no requiere que seamos parcos y mucho menos humildes. «No seamos humildes, no somos tan grandes». El amor mismo es ilógicamente objetivo y eso no le quita lo magnánimo.
La objetividad nos permite soñar sin olvidarnos de nuestra realidad. Todos sabemos qué queremos y qué merecemos y no podemos vivir engañados ante este manifiesto.
Cuando hay equilibrio, hay tranquilidad. Consecuentemente los pensamientos se ordenan, el alma reposa, se come tranquilo, se duerme profundo, se regula hasta la digestión y ahora el corazón en sintonía con la objetividad pueden tomar mejores decisiones.
No se trata de vivir objetivamente amargados, conformes o peor aún, objetivamente tristes.
Debemos tener mucho cuidado de no irnos a convertir en un fósil, un simple estratega sin luz ni pasión. Podríamos habernos trasvasado hacia el otro lado y tendríamos que decir «Menos Objetividad, más Corazón. Sencillo», y obviamente esa no es la idea.
Sin tanto preámbulo, la objetividad SOLA nos mantendrá vivos, pero el EQUILIBRIO entre la razón, la conciencia y las emociones nos hará eternos.