«Le tengo gran afecto a mi teléfono inteligente, pero a mí también me jodió la vida».
Por Tibisay Estupiñán Chaverra, bacterióloga y escritora de vocación. @tibisayes – facebook.com/tibisayes
En esta era de la información, ¿quién no tiene un «Smartphone» o teléfono inteligente? -para no sonar tan gomela-.
Hasta el más hippie ha puesto una excepción a la regla y se ha vuelto el más acérrimo capitalista comprando uno de estos aparaticos que le hace «más fácil la vida».
Después de departir momentos sociales, económicos y hasta emocionales con adeptos a su «Blackberrry» o «Android» y escuchar historias asombrosas que ya no suceden en los bares, casas de citas o moteles, sino entre las líneas del «BBM» o «What´s app» llegué a la conclusión de que nos jodimos la vida.
Sí, nos jodimos de manera voluntaria y hasta pagando a cuotas. Es que mantener estos artefactos del inframundo nos quita más energía que cualquier otra actividad diaria.
Y no solo la energía; también nos quitan intimidad, novios, maridos, amantes, amigos, papás y por cuestiones de espacio no escribo más, pero todos sabemos que la lista es gigante.
Nos han quitado hasta los propósitos y gozos físicos y palpables; ahora todos son virtuales.
El efecto demoníaco de estas «útiles» herramientas se ha volcado ferozmente hacia las relaciones de pareja. No podemos negar que es maravilloso ver cómo la tecnología acorta distancias, une personas que de otra forma jamás se hubieran podido conocer y hasta nos permite hacer turismo emocional.
Pero también da lástima ver cómo la emoción y la pasión de las relaciones se ha reducido a una R o dos chulos. Más increíble es el hecho de que alguien se atreva a detener un momento tan ancestralmente delicioso como la copulación, para responder lo que posiblemente será un simple mensaje de difusión. Pasa, aunque usted no lo crea.
Hoy por hoy, no hay rompe relaciones más efectivo que los «Smartphones». Decenas de amigos que vivieron por años felizmente engañados revisaron las conversaciones del chat del «Facebook», «BBM» o del «What´s app» y hasta allí les llego la dicha.
No importa si la conversación tenía el tono de un capítulo de «Barney y sus amigos» o el de un episodio «Jersey Shore», lo que importa es que estaba conversando amenamente con alguien del sexo opuesto y eso ya es pecado capital y por ende merece la pena de muerte (entiéndase pena de muerte como: divorcio, separación, abstinencia sexual forzosa y otras formas de mutilación y castigo emocional).
El tema está tan serio que expertos de nuevas tecnologías y psicólogos han determinado que el «desliz virtual» debe ser considerado como una infidelidad y los teléfonos como herramientas coadyuvantes (algo así como el motel), porque aunque claramente el teléfono no les está creando la necesidad, si canaliza de manera muy efectiva la demanda ya existente.
Después de tanto emoticón y tanta imagen sugestiva el asunto agarra nivel cuando luego de unas cuantas conversaciones «chéveres» el deseo virtual se convierte en real y ahí sí no hay borrada de historial que valga.
Ciertamente esa lucecita roja o la vibradera del teléfono de la pareja es un estímulo muy poderoso para despertar al «Sherlock Holmes» que llevamos dentro, pero he aprendido que no hay teléfono más sospechoso que el propio, así que más vale revisar el nuestro y seguramente se nos quita las ganas de revisar el de los demás.
Yo también tengo mi artefacto del inframundo; de hecho, estoy pensando cambiarlo por uno más «inteligente», pero no quería dejar pasar la oportunidad de sentar mi voz de protesta porque aunque le tengo gran afecto, a mí también me jodió la vida.