Los cambios impuestos en las relaciones con los demás nunca generan resultados positivos.
Por Tibisay Estupiñán Chaverra, bacterióloga y escritora de vocación. @tibisayes – facebook.com/tibisayes
Cada uno de nosotros comparte este pañuelo llamado mundo con miles de millones de personas. Es decir, vivimos en un deliberado hacinamiento físico y más asfixiante aún, en un ineludible hacinamiento mental si consideramos la frase: «Cada cabeza es un mundo». Y eso, sin tener en cuenta a los bipolares y multipolares que andan por ahí.
Por el simple hecho de vivir en sociedad resulta inevitable interactuar con otros seres. Hasta el más ermitaño de los ermitaños nació en sociedad, seguramente compartió con algunos de sus semejantes y la experiencia no le gustó, o se traumatizó a tal punto que decidió alejarse, pero en resumidas cuentas también alcanzó a untarse de pueblo.
Si definitivamente debemos amar, llorar, cantar, reír, pelear, copular y conjugar muchos otros verbos en comunidad (algunos así sea solo de a dos), ¿cómo hacemos para entrar en cada uno de esos «mundos», ya sea con la intención de pasear, negociar o instalarnos para siempre, sin generar un «Calentamiento global» o peor aun un «Big Bang»?
Es curioso: muchas veces pasa que conocemos a una persona, creemos estar agradados, felices y cómodos con su mundo, pero con el tiempo intentamos cambiar eso, precisamente eso que supuestamente nos gustó. ¡Qué porquería!
Esto sucede porque la mayoría de veces en el afán por sostener cosas insostenibles pretendemos modificar nuestro propio mundo, sin detenernos a pensar que sencillamente no está en órbita con el de esa persona y al no haber una empatía genuina el ambiente termina por convertirse en un verdadero tóxico para el alma.
Puede sonar muy cliché, pero cada quien es perfecto en SU MUNDO y debemos entender eso para dejar de «coger lucha». Los cambios impuestos nunca generan resultados positivos.
La perfección es el punto más alto de la subjetividad del creador, por lo tanto la autenticidad y no la obligación, la soledad o la tristeza debe ser lo que ligue un mundo con otro.
Esos intentos de cambios que queremos aplicar a la fuerza hasta en nuestro propio entorno son los que nos llenan de contradicciones innecesarias, esos devaneos que se ilustran en actitudes y frases disfrazadas de argumento como: «quiero pero no puedo, aunque creo firmemente que querer es poder» ¡Vaya dilema!
A la vista de todas estas «crisis» de tipo social, emocional y mental, pareciera que más de uno es una masa amorfa hecha por una ridícula combinación entre una caricatura y un protagonista de un reality show. Sin embargo, nos queda el consuelo de pensar que tal vez no es que estemos mal hechos, sino que simplemente aún no estamos terminados.
No se trata de negarse al cambio; la evolución es indiscutiblemente necesaria y está estrechamente ligada a éste, ni tampoco se trata de asumir la evolución como un proceso pasivo de adaptación.
La interacción con los demás debe suponerse como una labor de retroalimentación en donde la influencia (ubicándonos en un contexto idealmente positivo) sea la que permee al otro y lo incite a transformarse.
Entonces pues, comprendiendo y aceptando la naturaleza de cada quien, pero siendo conscientes de la capacidad trasformadora que poseemos, debemos dejar de coger lucha y más bien situarnos en situaciones y actitudes que nos permitan explorar y enriquecer otros mundos y abrirle espacio a ambientes y personas que hagan lo mismo con el nuestro.