La marejada de recuerdos que se nos rebelan contra la amnesia selectiva por estas fechas nos puede hacer pasar mal rato.
Todos conocemos la Navidad como época de armonía, amor y paz. Pero hay momentos en los que a uno le provoca haberse quedado dormido en noviembre y despertarse por ahí en febrero.
Porque con todo y lo hermoso y divertido que suelen ser los alumbrados, los árboles llenos de regalos -que la mayoría de veces son un montón de cajas vacías-, la canaliada de natilla y hasta los aguinaldos donde uno se venga del compañero de trabajo que le cae mal, endulzándolo con mentas y gomitas ácidas todos los días.
Estas fechas traen consigo una marejada de recuerdos, que durante todo el año quedaron refundidos por allá en el baúl del conveniente olvido, experiencias que uno supuestamente había dejado en el “pasado” valiéndose de la oportuna amnesia selectiva, pero en diciembre no hay quien se salve de bullying navideño.
Y es que la Navidad nos hace bullying con recuerdos que van desde trivialidades como aquel 24 en el que la/el tía/o guapachosa nos escogió como pareja y en la mitad de la pista nos dio un suculento beso con la boca untada de lechona, pasando por esos momentos en los que “perdimos” cosas o personas que pensamos estarían con nosotros para toda la vida.
Hasta la trágica y transcendental remembranza de ese instante en que fuimos ridículamente felices colgando luces, engordando a punta de galletas y tomando Cariñoso de Manzana con la pareja de turno, la cual posiblemente ya para estas fechas le puso las bolas a otro árbol.
Esta época tiene una capacidad excepcional de volvernos peligrosamente nostálgicos. Unos lloran por el que está, por el que se fue o por el que nunca estuvo. Los que son solteros lloran porque están solos y los que tienen pareja lloran porque hace un año eran libres.
A los que de por sí ya son inestables durante todo el año, el tema se les agudiza de una manera alarmante. Un día dan gracias por lo hermoso de la Navidad y cantan “We wish you a Merry Christmas” con acento gringo y todo. Al otro día, dicen que no quieren saber de nadie y desean irse a vivir al Polo Norte, le escriben una carta pseudo-suicida a Papá Noel y hasta desarman el árbol en señal de protesta por la porquería de época que están viviendo.
Pero días después se toman fotos dándole besos a la lechona y le hacen saber a todo el mundo que esa es la mejor Navidad de sus vidas y ni hablar de las promesas que hacen para el año venidero. Estas suelen ser las víctimas más lúgubres del Bullying Navideño.
Ahora bien, si sabemos que el fantasma de la navidad está empeñado en hacernos matoneo cada año, y que uno no puede andar evitando todas las calles, todas las fotos, y mucho menos córtarle la electricidad al vecino cada vez que ponga a todo volumen la canción “Llega Navidad y yo sin ti”, el remedio más sensato es poner en práctica el concepto de Inteligencia Emocional (IE), cosa que no implica dejar de llorar, no sentirse triste o hacerse el rudo o en este caso hacerse el Grinch.
La inteligencia Emocional tiene que ver con la capacidad para direccionar las emociones hacia nuestro propio bienestar, una especie de profilaxis mental que evita que nuestros sentimientos se desborden al punto de ahogarnos.
La IE nos permite tener una consciencia tranquila, algo muy importante ya que una de las armas más letales del bullying navideño es la culpa. Culpa por la carta que no se envió, el beso que no se dio, el te amo que no se dijo y hasta por el buñuelo grasoso que nos comimos de más.
Un balance entre nuestras alegrías y tristezas y una adecuada visualización de lo que concebimos como felicidad será lo que nos permita disfrutar del presente y por qué no, hasta gozarnos el Chucu Chucu navideño y los melomerengues.