Con “locos” y “locas” engendrando y criando a potenciales “locos”, no habrá ni Dios ni Freud que nos ayuden.
Hay días en los que uno se levanta de la cama medio psicoanalista, reflexivo e inusualmente perceptivo o se levanta psicológicamente trastornado, asustado y con angustia existencial.
Depende de si la noche anterior se leyó un libro tipo Walter Riso o se vio un noticiero colombiano: ambos lados del espectro pueden ubicarnos en un estado de introversión en el que buscamos entender por qué la gente está tan mentalmente desubicada.
En una necesidad de reivindicación con el universo, -porque todos hemos estado un poco deschavetados alguna vez- comenzamos a cuestionarnos sobre las causas reales de semejante demencia.
Empezamos por culpar al modelo socio-económico, que nos vende hasta la basura que suponíamos haber desechado, pero que neciamente compramos a manera de materia prima para producir más basura (verbal y física).
Luego pasamos a una fase intermedia entre lo esotérico y lo tangible, en la que buscamos enlazar a Dios y a Freud para ver si resulta alguna teoría convincente que nos revele el por qué de los comportamientos emocionalmente destructivos que practicamos a diario.
Después de tanta pregunta sin respuesta, de tanta masturbación mental infértil, llegamos a un estado de impotencia analítica y de incomprensión antropológica, en el que lo más lógico parece atribuirle todo a que estamos a puertas del Apocalipsis.
Lo que no podemos, o mejor, no queremos ver, es que estamos ante un problema de salud pública que pasa casi imperceptible en el afán de “vivir” , pero que explica muchos de los actos de estupidez humana que llevan a las personas a matar, violar, vivir infelices e incluso a votar por expresidentes cínicos. Este problema es la inestabilidad emocional.
Si uno consulta el significado de inestabilidad emocional, podría decir que son pocos los que han “descendido” hasta ese nivel, pero basta con escuchar una anécdota de un ser humano aparentemente ordinario o leer una conversación de What’s app y más efectivo aún, ver los estados en Facebook. Vuelve y juega: las redes sociales y sus revelaciones.
Pareciera increíble que en menos de una hora uno pueda pasearse por al menos 5 estados de ánimo sin que le dé una crisis, pero se ha normalizado tanto este problema de salud pública que a cada uno de esos 5 estados le damos un automático “me gusta” sin poner en evidencia que no es normal que alguien que parece estar más feliz que Barney en una pijamada, a los 20 minutos, esté al borde del suicidio.
Vivimos una montaña rusa emocional en donde no podemos consolidar nuestros sentimientos. La mayoría de veces nos resulta más fácil darnos palo, culpar a los demás y escapar, que enfrentar lo que nos agobia.
Oscilamos entre la autoagresión, la heteroagresión y el escape, prácticas que pueden resultar más nocivas y asfixiantes que viajar en un medio de transporte masivo en hora pico.
Se reincide y perpetúan las conductas destructivas: el que no tuvo padre, no es capaz de ser padre; el que fue agredido, agrede; el que fue violado, viola; hoy queremos, mañana odiamos (a la misma persona) para suplir carencias afectivas nos hacemos sendos pajazos mentales, nos quejamos pero no actuamos y para disimular el desequilibrio optamos por pintarnos uno sonrisa al mejor estilo del guasón.
La incapacidad de sobreponernos a períodos de situaciones adversas que provocaron dolor o frustración, ha desencadenado una especie de “arritmia emocional”, -algo así como una canción de Salsa choque en la voz de Diomedes Díaz-, que nos impide alcanzar ese equilibrio y bienestar psicológico que nos ayuda a enfrentar las demandas de la vida cotidiana sin tanto show mediático y sin mayor sufrimiento.
Dejar de hacerse el pendejo frente al problema y tratarlo es la mejor forma de depuración mental.
Es importante parar y reinventarnos porque si seguimos teniendo “locos” y “locas” engendrando y criando a potenciales “locos”, nuestra sociedad terminará por ser un tugurio en donde no habrá ni Dios, ni Freud que nos ayuden.