Corrupción y falta de cohesión, explican el hecho.
Lo sucedido con las dos curules de comunidades negras resulta, por decir lo menos, bochornoso.
Es un hecho que, además de causar la indignación y el reproche de la población afrocolombiana, debería generar vergüenza a los líderes y llamar a la toma de conciencia del pueblo afro de Colombia en torno a la necesidad de la construcción de un verdadero proceso de empoderamiento político, que lleve a la búsqueda de soluciones reales a las múltiples –y ya sobrediagnosticadas- problemáticas que aquejan al grupo étnico.
Muchas son las lecturas que se pueden realizar sobre lo acaecido con las curules de los afros en las elecciones del domingo 9 de marzo. Unas de índole política, otras de tinte ético, otras desde lo netamente étnico y no faltarán las de corte económico. Pero por lo menos dos enfermedades mortales que históricamente han atacado de manera contundente a las comunidades negras de Colombia se hicieron evidentes en dichos comicios.
Por un lado, se evidenció la corrupción que tanto daño le ha causado a las comunidades negras colombianas y que se ha convertido en una especie de cáncer sin cura alguna, institucionalizada en algunos casos. Resulta incomprensible desde todo punto de vista que una acción afirmativa que se crea con el ánimo de tratar de igualar a desiguales termine sirviendo exactamente para lo contrario.
La Ley 649 del 27 de marzo de 2001, que reglamenta el artículo 176 de la Constitución Política de Colombia, es un instrumento que busca garantizar la participación de los grupos étnicos y de las minorías políticas en el Congreso de la República, por lo que crea cinco (5) curules de circunscripción especial, otorgando dos (2) para las comunidades indígenas, dos (2) para comunidades negras y una más (1) para colombianos residentes en el exterior.
El artículo 3 de dicha norma establece que: “quienes aspiren a ser candidatos de las comunidades negras para ser elegidos a la Cámara de Representantes por esta circunscripción especial, deberán ser miembros de la respectiva comunidad y avalados previamente por una organización inscrita ante la Dirección de Asuntos de Comunidades Negras del Ministerio del Interior”.
Lo que la norma no dispone por ningún lado, ni da lugar a que ello se interprete, es que políticos fracasados que no pertenezcan a la población afrocolombiana puedan -con la alcahuetería de otros avivatos que sí pertenecen al grupo étnico y que, en la mayoría de los casos, cuentan con organizaciones que solo existen en el papel, reconocidas ante el Ministerio del Interior –encontrar escampadero y ser avalados y usurpar unos derechos de los cuales no son legitimarios.
A eso se le llama corrupción y debe ser reprochada no solo por la población afrocolombiana sino por el pueblo colombiano en general. Y es un fenómeno que, en este caso, ataca a la población en doble vía (una interna y otra externa), pues tan corruptos son los señores Moisés Orozco y María del Socorro Bustamante, al usurpar unas curules que por ley no les pertenecen, como lo son en igual grado los miembros de la Fundación Ébano de Colombia (FUNECO), al otorgarles de manera irresponsable y amañada el aval como miembros del grupo étnico; hecho que los hace, en últimas, los verdaderos artífices del entuerto.
El otro elemento interesante de resaltar, y que quedó en evidencia en los pasados comicios, es la ya habitual falta de organización que padecen las comunidades negras de Colombia.
Las 29 listas, conformadas por 70 candidatos, inscritas en la Registraduría Nacional disputándose 2 curules, no muestran cosa distinta que la falta de cohesión que se vive en el interior de los diferentes movimientos que dicen representar a la comunidad afrocolombiana, donde cada organización se pierde en la maraña de sus propios intereses y los de sus miembros y está más preocupada en el lucro y en la cantidad y cuantía de los contratos que pueda controlar que en los verdaderos intereses y necesidades de millones de personas que a diario les toca cargar con sus desgracias en los campos y ciudades de Colombia; sobreviviendo, quizá, por obra y gracia de los orixhas.
Quedó demostrado, entonces, en la jornada electoral, que no existe en Colombia un movimiento afro bien sólido y articulado, con vocación de poder político, capaz de interpretar y representar el sentir de una gran parte de la población nacional.
Dicha situación agrava la crisis política del pueblo afro, si se tiene en cuenta la ya lamentable e injustificada inexistencia de una bancada afro en el Congreso, aunada a la también bastante cuestionada ausencia de personas afrodescendientes en los ministerios, departamentos administrativos y cargos gerenciales de las entidades gubernamentales del orden nacional; lo que hace que las comunidades negras se encuentren al garete y urgidas de representación.
En otras palabras, no tienen doliente, quien dé la cara por ellas y ayude, tanto de la mano de la empresa privada como de las instituciones estatales, a jalonar su desarrollo.
La lección es clara y contundente. Si el pueblo afrocolombiano quiere ser un actor político de trascendencia en el país deberá tener un proyecto común claro y girar en torno a éste, sin ningún tipo de egoísmos y rencillas que generen ampollas; por lo que deberá aprender de los errores que se han cometido en el pasado, en aras de avanzar y no quedar estancado dando vueltas en el mismo círculo vicioso. De lo contrario, sucesos como los del domingo 9 serán el pan de cada día.