Crónica

Las que eran unas poblaciones vibrantes, pujantes, ricas y prósperas ahora reina la desolación y el abandono. Sus habitantes claman por ayudas estatales del gobierno venezolano con el fin de reactivar la economía y mejorar el bienestar social.

Pedro Vargas Núñez
San Antonio y Ureña (Venezuela)

 

Sorpresa. Incredulidad. Tristeza. Desolación. Depresión.

Esos son los sentimientos que se experimentan cuando se camina por las calles desoladas, sucias, enmontadas y descuidadas de San Antonio y Ureña, poblaciones venezolanas al otro lado de la frontera con Cúcuta.

Una surrealista imagen: lo que antes eran dos miniciudades líderes en Venezuela en comercio e industria están arruinadas: “Este es un pueblo cementerio”, “Es un pueblo muerto”, dicen sus habitantes con una expresión de resignación.

Y es que parece que estuvieran en sus últimos suspiros de una lenta pero efectiva agonía. En San Antonio, en donde hace 40 ó 30 años en su centro era imposible encontrar un local vacío y se encontraba casi que de todo: desde electrodomésticos, artículos electrónicos, deportivos y de belleza, joyas, alimentos y todo lo inimaginable, cuando Venezuela era la Arabia Saudí de América Latina, cuando las dos poblaciones contaban con un aeropuerto (ya cerrado) que se daba el lujo de tener vuelos directos a Miami, ahora es difícil encontrar un local abierto. Las Santa Marías cerradas y oxidadas son la regla. Los candados oxidados por años sin abrirse. Ni siquiera un vago recuerdo de su grandeza.

Ureña no escapa al desamparo: en la otrora ciudad industrial que producía blue jeans, carrocerías para buses, metalmecánica, vitrinas, fábricas de calentadores y plásticos entre otros artículos, pujante, comercial, ahora reina el silencio y la soledad. Las fábricas clausuradas. “El desarrollo de la población en esa época fue impulsado por el Estado que promovió la Zona Industrial de Ureña a través de un decreto con ventajosas políticas crediticias para la inversión”, afirma Nelson Urueña, presidente de la Asociación de Auxiliares Aduaneros del estado Táchira, (Asoata).

Las dos poblaciones se beneficiaban de una bonanza petrolera que irrigaba riqueza a la economía y sus gentes: el dólar era muy barato, importar productos comerciales e industriales era muy económico, los cucuteños y colombianos, inclusive desde Bogotá, pasaban los puentes a comprar de todo.

San Antonio, el Disney de los compradores, con una población de apenas unos 40 mil habitantes en los 90, era “única en Venezuela. Era la zona más productiva del país comercialmente por su condición de frontera. Había seguridad jurídica para invertir y por este motivo se establecieron muchos empresarios de origen oriental como chinos y japoneses, europeos, nacionales y colombianos”, añade Urueña.

 

La debacle

Pero llegó el chavismo a finales del siglo pasado, la corrupción y el autoritarismo reinaron, se cayó la producción petrolera, el bolívar se hiperdevaluó, comenzó a escasear de todo y el régimen inició una guerra abierta contra el capitalismo: contra la iniciativa privada, la inversión, el comercio y el sistema financiero.

Y cuando la plata del gobierno chavista se acabó y todo empezó a escasear, el comercio y la industria se fueron apagando. Ya los colombianos no tenían qué comprar, aunado a una crisis de inseguridad: una tierra sin ley a la que la mayoría de cucuteños teme ir debido al ‘matraqueo’ (extorsión) de las autoridades apenas atraviesan los puentes internacionales, presencia de grupos guerrilleros colombianos (ELN) y bandas criminales.

Una de las últimas estocadas fue el cierre de la frontera ordenado por el gobierno de Nicolás Maduro en agosto de 2015: en San Antonio cerró el 80% de los locales y en Ureña las fábricas, muchas de ellas propiedad de colombianos que tuvieron que dejar todo por miedo a las represalias debido a su nacionalidad.

Con el cierre de la frontera el comercio sobrevivía, muchos venezolanos que venían del interior del país utilizaban estas poblaciones para pernoctar o estar un par de días mientras pasaban por las peligrosas trochas a Cúcuta a comprar toda clase de productos que escasean en Venezuela.

 

Y cuando sus pocos comerciantes y productores luchaban por una apertura de la frontera con la esperanza de comenzar una reactivación económica, sucedió todo lo contrario: las personas que pernoctaban y se quedaban en las poblaciones ya pasan derecho a Colombia a hacer sus compras y regresan al interior del país. La crisis se profundizó. Pocos comercios e industrias quedan abiertos: “Aquí comiéndonos el negocio”, dijo un comerciante que tiene 50 años de trabajar en Ureña.

Los datos son dicientes: En San Antonio de 680 afiliados a la Cámara de Comercio en la última década del siglo pasado solo quedan 112, aunque por lo visto deben ser menor.

A esta crisis se suma que el Gobierno comenzó a cobrar los servicios públicos de manera exagerada, antes eran casi gratis, y quieren recuperar lo que no cobraban, con cuentas de luz y agua hasta por 4.000 dólares cada una, cuando tienen electricidad solo 16 horas al día y agua cada tres días. “Cobran la capacidad instalada de consumo de una fábrica sin tener encuenta que no está en funcionamiento”, dice uno de los afectados.

Hace unas semanas los habitantes de Ureña realizaron una marcha para protestar porque los costos de los servicios públicos, en medio de la terrible crisis, los está acabando de estrangular económicamente.

Pero peor que la falta de servicios públicos y su excesivo costo es la corrupción de las autoridades. Buscan cualquier motivo para extorsionar y al final lo logran: son capaces de inventarse cualquier cosa o ‘plantar’ evidencia con tal de compensar sus miseros salarios de 12 dólares mensuales.

“Así no se puede”, dice uno de los comerciantes, todos anónimos, por miedo a las represalias del régimen de Maduro, siempre con los ojos y oídos bien abiertos por si alguien critica o protesta. Nadie osa a hablar, denunciar o alzar la voz por temor al famoso ‘delito de odio’ de la dictatura chavista.

El temor es latente: este periodista iba con uno de sus habitantes a almorzar y al ver a integrantes del Servicio Nacional Integrado de Administración Aduanera y Tributaria (Seniat) y la Guardia Nacional en un restaurante no quiso entrar. “Después piensan que es que uno tiene mucha plata y llegan a extorsionarlo”, aseguró.

El dueño de una licorera contó que vende solo unos cuatro millones de pesos mensuales que no le dan ni para comer, “pasan días que no vendo ni una cerveza”, aseguró triste.

En sus pocos pequeños negocios se encuentran los productos colombianos como alimentos de primera necesidad y en las calles la gasolina colombiana que se utiliza para mezclarla con la venezolana, ya que la que se produce en ese país es de muy mala calidad. Esta se vende hasta por litros en botellas plásticas de gaseosas y sus habitantes saben cuando hay combustible subsidiado del lado colombiano pues es más barato.

San Antonio y Ureña sobreviven porque se estima que la mitad de sus habitantes pasan a trabajar diariamente a Cúcuta y por las remesas de los emigrantes. Una persona conocedora de la situación explicó que en los últimos dos meses unos 60 jóvenes han emprendido el largo y peligroso camino de El Darién con la esperanza de llegar a Estados Unidos o México.

Las soluciones a la crisis

Urueña opina que lo ideal es crear una zona franca para la región, con lo que el Estado estimula la producción industrial con beneficios económicos y ayuda para la consecución de mano de obra calificada, “Eso estimularía la generación de empleo promoviendo el bienestar social y económico. Los productos terminados irían a Colombia produciendo divisas y al mercado nacional con bajos impuestos y costos, pero los decretos se han quedado en el papel. Lo ideal es que no nos quedemos en el papel sino que se vaya a la aplicación real”.

Indover Sayago, vicepresidente de la Cámara de Comercio de San Antonio, afirma que se está hablando con las autoridades venezolanas para reactivar la economía, ojalá con una integración con el área metropolitana de Cúcuta.

Caminando por las solitarias calles de San Antonio y Ureña se me viene a la mente el estado de desolación de Macondo al final de sus días en ‘Cien años de soledad’ y lo único que falta es es ese viento huracanado que se las llevé de este mundo. Puro realismo mágico difícil de imaginar hace 30 años. Mirando la situación con objetividad parece que no tuvieran, en el corto o mediano plazo, una segunda oportunidad sobre la tierra.

Pero en medio de ese angustiante panorama, lo que resulta inspirador es ver como los comerciantes que quedan luchan por sus pequeños negocios y emprendimientos de cualquier cosa, anuncian en redes sociales venta de pan, de pasteles, tortas, un servicio de manicure, peluquería. Se reúnen y proponen ideas, se dan ánimo unos a otros: “no hay desfallecer”, “optimismo”, “hay que seguir”, “ánimo”, “hay que seguir adelante”; pero la dificultad radica en que todas ellas necesitan la ayuda del gobierno central. Merecen un monumento a la resiliencia y persistencia, enseñándonos y demostrándonos que la esperanza es lo último que se pierde.