OPINIÓN
Alejandra constituye un ejemplo de que ni aún en circunstancias adversas y con necesidades los valores que nos inculcaron en el hogar se pierden, al contrario: se reafirman. Sin duda: si en Colombia existieran muchas más personas como ella, nuestra sociedad sería muy diferente.
En medio de tanta mala noticia e incertidumbre por la inseguridad, la corrupción política y la polarización en Colombia, algunas veces ocurren y sabemos de acciones individuales que nos hacen reconciliarnos con la vida por costumbres que creíamos ya perdidas por lo raras en esta sociedad llena de ‘vivos’, ‘abejas’, ‘aviones’, o sencillamente: tramposos.
Este caso de honestidad sucedió en el municipio de Nilo (Cundinamarca), en donde hace poco, en un fin de semana, Alejandra se encontró tirado en el piso un reloj, que por su apariencia debía tener un alto precio.
En vez de guardarlo y quedarse con el mismo, Alejandra se lo entregó a una familiar, que tiene una casa en la población, para que lo devolviera si alguien preguntaba por el reloj.
A las pocas horas pasó una señora preguntando por un reloj, la cuestionaron por la marca, por las características del mismo y al ver que efectivamente era la dueña, se lo devolvieron.
Esto podría no tener nada de meritorio sino es porque Alejandra, quien hasta hace poco trabajaba como asistente administrativa en una de las empresas más importantes del país y salió, por reestructuración, después de más de 20 años, se encontraba en esa población, ese fin de semana, vendiendo obleas.
Esta madre cabeza de familia viaja desde Bogotá a Nilo los fines de semana para conseguir parte de un dinero para pagar el arriendo, la alimentación, los transportes y la lonchera para su hija para la universidad, que estudia becada, mientras pasa hojas de vida para cualquier cosa en cualquier lado, como hacen miles de colombianos desde hace décadas.
Ella me contó el suceso, como se le cuenta a un amigo, sin pensar en ser la protagonista de este cuento. Lo más seguro es que no esté de acuerdo en que yo divulgue esta anécdota, pero creo que, en medio de tanta desesperanza que se cuenta en los medios de comunicación hoy en día, las historias bonitas también hay que contarlas.
Le pregunté si en medio de sus afugias económicas no había pensado en quedarse con el reloj para venderlo, cuando el precio de este (1,7 millones de pesos) representa fácilmente los transportes y la lonchera de su hija para casi un semestre.
“No. Siempre pensé en la pobre señora a la que se le había perdió el reloj y que si algún día me pasara a mí, me gustaría que me lo devolvieran. No me podía quedar con él así lo hubiera encontrado en la calle”, me confesó.
Lo irónico, digo yo, es que la señora reconoció que era un reloj de casi dos millones de pesos que se lo acababa de regalar su esposo de cumpleaños, pero no le dio ni un peso como reconocimiento.
Conozco a los padres de Alejandra, típica familia de clase media trabajadora, honesta, hecha a pulso, y sé que esa clase de acciones se aprenden en casa, no en colegios, como pretenden muchos padres ahora.
Alejandra constituye un ejemplo de que ni aún en circunstancias adversas y con necesidades los valores que nos inculcaron en el hogar se pierden, al contrario: se reafirman. Sin duda: si en Colombia existieran muchas más personas como ella, nuestra sociedad sería muy diferente. ¡Historia que nos reconcilia con la vida en medio de tanta locura!