– Vud. y ¿Cuál es el número de serie?, pregunta el celador, mientras escribe con dificultad que se le nota en su tenso intento por no morderse la lengua-. Tengo que hacer una maroma de saltimbanqui para no soltar el legajador mientras volteo mi rutilante MacBook última generación para intentar leer el código alfanumérico casi invisible sobre su impecable carcaza unibody de aluminio.
– ¿Con yé de yuca o de lluvia?, me sorprende el celador enfundado en su uniforme azul de paño grueso y, a todas luces, con mínimo secundaria-.
Le deletreo la cifra. A su lado, tras la recepción de falso mármol, su compañera habla por el inter-comunicador de mano mientras acaricia la culata del revólver y pasea su mirada, sospechosa debajo de la gorra, por la sala de ingreso al edificio donde debo hacer una presentación en 20 minutos. Llevo ya más de 10 perdidos en la fila de personas que esperan ingresar con sus computadores portátiles o cámaras fotográficas ídem. -Sí. Cámaras también. ¿No ve que esas también se las roban?- Pregunta con ingenuidad costeña la vigilante.
Procuro no impacientarme. ¡Al fin! los datos quedan anotados en el arrugado cuaderno donde inscribí mi flamante portátil. Enseguida, al lado, presento un documento de identidad -Mira, que no sea cédula, ni pase, ni libreta militar pues esos los tienen prohibidos. Tarjetas de crédito tampoco porque no tienen foto-, me advierte otra guardiana de ojos almibarados y tibio acento valluno. Escarbo la billetera con un ojo sobre el portátil y el legajador a punto de desgajar una lluvia (con elle) de documentos.
– Correte mejor un poquito, ve-, indica la valluna de ojos melosos para tomarme la fotografía previa a la toma de huella digital. La foto impresa va pegada a la solapa (todavía no vuelve de la lavandería la última chaqueta pegotiada de pegante. Valga la rebuznancia) y finalmente, después de los trámites de entrada hago mi entrada, en modo alguno triunfal, a la zona de ascensores. 13 pares de ojos detrás de mí observan con envidia.
En la sala de juntas no hay, como era de suponer, un enchufe a mano. Menos mal la pila tiene reserva suficiente. El video-beam aún no está instalado. La amable señora del café, en cambio, ofrece solícita vasos calientes de icopor que los asistentes toman con calma mientras esperamos al presidente (director general, jefe, ministro, gerente, CEO o lo que sea, el que manda, en todo caso), para iniciar la presentación que me encargaron sobre el impacto de las TIC móviles en la producción y el desempeño económico.
– Tengo apenas 5 minutos. Así que ni pierda tiempo prendiendo ese aparato que además a mí me atropellan, ahí sí que es cierto, las tednologías-, afirma con prepotente acento capitalino el mandamás que esta tarde expondrá, como propios, los argumentos que he tejido para su lucimiento y por un pago que me permitirá abonar a la factura de mi precioso Mat-Vud (así quedó registrado allá abajo. Ojalá no tenga problemas por eso a la salida…).
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