Del primer computador personal – el Apple I con teclado y procesador montados en una rudimentaria caja de madera- a los Iphone de tercera generación, la acción de escribir ha cambiado de forma radical. Eso por no hablar de la pre-historia que culminó con las máquinas de escribir.
Pero, al parecer, algunos iguanodontes insisten en considerar la escritura manual como la forma de escribir por excelencia, la única auténtica y digna de reconocimiento.
Guarnecidos por una gruesa concha de prejuicios, estigmatizan el uso de herramientas digitales como si fuesen armas del demonio. Repudian de Internet y todo lo que de allí surja es sospechoso. Añoran ¿Cómo habría de ser de otra manera? las épocas de dictado y papel secante, tiza y palmetas que hacen sangrar las manos pero inoculan la letra en el cerebro de las víctimas.
¿Tiempos idos? No tanto. Ya para finalizar la primera década del siglo 21, hay docentes universitarios, háganme el favor, que pretenden imponer la elaboración de resúmenes a mano con revisión, así como suena, al comienzo de cada clase y la consabida previa al final.
¿Causa, razón o motivo de tamaña ridiculez? Es obvio que así se pretende evitar el uso del computador para escribir: nostalgia de las escribanías de la Mesopotamia, desconfianza hacia la capacidad de los otros, pedantería anacrónica que se esconde tras argumentos despóticos.
El libro, lejos de desaparecer como auguraban los apocalípticos que llama Umberto Eco, revive gracias, entre otras cosas, al despliegue de Internet pues, sostiene nadie menos que Robert Darnton (director de bibliotecas de Harvard), los medios no se anulan entre sí, se complementan y se realimentan entre sí.
Esos hechos obligan a replantear los viejos métodos educativos basados en la idea de que enseñar consiste en suministrar conocimientos formales a los receptores pasivos y verificar que se acumulan en su memoria.
La realidad -que insiste en mostrar cómo el conocimiento fluye por infinidad de vías-, debería ser la única razón para rehusar tales prácticas escueleras.