La primera vez que Walter
J. Broderick se impresionó con la mención de Colombia fue -según la leyenda que se ha tejido en
torno a este irlandés nacido en Australia- a finales de febrero de 1966,
mientras se enfundaba el alba para dar misa en una parroquia de Melbourne.
Al tiempo que ceñía el cíngulo en la cintura -antes de
la reflexión previa a su entrada en escena- escuchó por radio la noticia de la
muerte en combate de un sacerdote militante de un grupo guerrillero en Colombia.
El diario
vivir
Luego hizo algunos recorridos por República Dominicana
y Perú en calidad de diplomático vaticano. Así conoció de cerca a Sudamérica,
sus garrafales diferencias sociales y esa mezcolanza de alegrías, persecuciones
y esperanzas que compone el vivir diario de la mayoría del pueblo.
Finalmente, se asentó en Colombia hacia 1969. «En
Colombia, dice, tuvimos la vivencia inolvidable y
definitiva de Golconda, un lugar que se elevó a la categoría de
laboratorio espiritual y social y donde la iglesia se aproximó a la Izquierda
socialista, trabajó con ella, aplicó muchos de los conceptos del marxismo y
comulgó con la idea de la revolución».
Acá se relacionó estrechamente con canónigos y civiles adeptos a la Teología de la Liberación quienes, al amparo de los vientos
transformadores del Concilio Vaticano II, buscaban continuar por diferentes
senderos el trayecto señalado por Camilo.
Por los
fueros de Macondo
Broderick terminaría por escribir la que muchos
consideran la semblanza más próxima a una figura de tanta complejidad
histórica.
La amplia acogida de la primera edición en inglés
(Double Day, New York, 1975) se anticipó al éxito de la versión en español. «Camilo Torres: el Cura Guerrillero« se
convirtió en una especie de consigna coreada en la infinidad de manifestaciones
y protestas que agitaron el continente en las últimas décadas del milenio
pasado. Bueno…y también en lo que va corrido de este.
Instalado en Bogotá, el cura Broderick pasó a mejor
vida: su presencia, libre de sotana y alzacuello, se esparció por los ámbitos intelectuales del
país y fue imprescindible en cuanto debate sobre religión, arte, historia y
política -lo mismo que en rumbas y jornadas bohemias-, se han dado desde
entonces.
No faltaron, desde luego, los seguimientos casi
permanentes, el acoso de «la inteligencia» del régimen bipartidista a la
intelectualidad de vanguardia, las sospechas y el macartismo. Tiempo después se
supo que Broderick fue espiado por detectives cuando asistía a una comunidad de
seminaristas ambientado por las palabras de German Zabala: «para la
mayoría de los revolucionarios Camilo es un mártir cristiano y en el mejor de
los casos un héroe nacional…Al seguirlo nos proponemos, no repetir el fenómeno Camilo Torres, sino
proyectarlo críticamente para poderlo superar».
En esa línea, Broderick perdió la fe que lo habría
proyectado a las altas jerarquías romanas y adquirió nuevos compromisos. También
se casó, tuvo hijos, una legión de amigos en esas travesías y mucha gente
contenta con la decisión, por fin, del
gobierno colombiano de concederle la ciudadanía que ya Macondo le había ya
otorgado según sus propios fueros.
Apuesta
joyceana en los Andes
Los estudios que, con estilo desenvuelto y rigor casi teológico,
ha producido Joe (como lo conocen sus allegados) sobre aspectos cruciales de la
historia contemporánea de Colombia, constituyen un cuantioso aporte al
conocimiento de su ahora Matria. [1]
Tras la estampa de marino desamparado y la mirada de apuesta
joyceana puesta en estas alturas andinas, se despliega la emancipación de un
espíritu que con idéntica intrepidez traduce a Whitman, William Butler Yeats y
Seamus Heaney, narra el trasiego de clérigos en líderes revolucionarios, narra
documentales o presenta monólogos de Beckett.
Sin menoscabo de ensayos, conferencias y caricaturas de
trazos diversos y un humor que, de no ser irlandés hasta la médula, los cachacos
calificarían de inglés, en sus escritos Broderick recauda situaciones y
personajes perdidos bajo la profusión de ofertas narco-paraco-sicariales,
abundante en andenes y series de televisión.
Hace un tiempo, desalentado por la parsimonia de las
burocracias locales decidió vivir un tiempo en la Éire de sus ancestros.
Algún peso en esa decisión pudo
tener el clima de violencia alentada por la alianza entre sectores hacendados,
militares, narcotraficantes y políticos con el fin de consolidar con el paramilitarismo,
esa mortífera combinación derechista de masacres, corrupción y desapariciones.
Sin embargo, agobiado por la gallardía
dublinesa tan distinta a la que se arropa de los aires que bajan del Sumapaz, regresó
al barrio La Macarena, a enamorar
con citas de Joyce a las muchachas y a regar con whiskey sus diálogos intensos.
En un gozo, para los parroquianos de la bohemia, encontrarlo en
«La Frontera», mientras saborea un pozole hirviente acompañado de Jameson y su sonrisa
de pirata venturoso.
[1] Término ùtil, según Vladimir Zabala Archila para designar la identidad vital entre una comunidad y el territorio que habita, articulados ancestralmente por el afecto (similar al amor maternal(, a diferencia del énfasis que el concepto de Patria le concede al poder.