Estuve tentado
a empezar esta entrada con la frase «Irene Damián es muy bella«, pero desistí del verbo en presente, porque está
muerta, y del calificativo «muy» resultaría ampuloso para una hermosura que,
según su amante y asesino, se destacaba por esos enigmas que conducen a los adeptos
de la perfección a sucumbir con sólo verla en un cartel de teatro.
La lindura de Irene Damián tuvo la capacidad de
enloquecer a hombres y mujeres que la perseguían por igual debajo del cielo
antojadizo de Bogotá o encima de los sombríos atardeceres de París, según cuenta Miguel Torres en su novela «Cerco de Amor» publicada antes de
sus obras -más conocidas, claro-, sobre el 9 de abril de 1948: «El crimen del siglo» y «El incendio de abril«.
Las glándulas y los sueños
Pero, la suerte
de la bonita, a diferencia de la de las feas, no es motivo de envidia.
Simplemente por que tiene, casi siempre, un sino trágico. En cambio el de éstas
es, a lo sumo, compasivo.
Los inocentes
gestos de la mujer que se sabe observaba por el universo pueden desatar
auténticos cataclismos en el espíritu de sus anónimos admiradores. Les
revuelcan, sin que ella lo sepa, las glándulas y los sueños. Les voltean el
juicio y las sabanas, el corazón y los horarios.
Mientras las
feas (o las que así se creen pues en esto de la estética como en lo demás todo
es relativo inclusive antes de que Einstein lo demostrara), andan a paso lento y con prudencia, como
pidiendo permiso para alterar el aire; las bellas marchan molestas por el
escarnio de las miradas y los suspiros que les llegan de todas partes: no se
detienen a pensar que un leve gesto de mortificación puede disparatar al más
ecuánime -y furtivo-, de sus observadores.
Sin embargo, en
este mundo moldeado por alguien ocupado en subsanar los leves desequilibrios
del sentimiento mientras desatiende las
inequidades gruesas, los traumatismos que suscita la indiferencia de las
bellas producen un complejo juego de compensaciones. Tarde que temprano
terminan por sufrir las consecuencias.
Bella más allá de los límites
Fue,
exactamente lo que sucedió con Irene Damián. Murió, como vivió,
instintiva y dulce en el momento de su máximo placer, a manos del hombre que la
adoraba y resistida, cercada por el amor que promovió en él sin saberlo.
La victimaria,
inmolada en el altar de la pasión que desató por la mano propia de su víctima,
sigue siendo bella más allá del límite que separa la otra vida de ésta. Y
también a manos del victimario-víctima se pueden conocer los detalles de la
historia. Antes de pagar su crimen, él confesó por escrito.
De todo salió
una novela que tiene la suerte de ser buena. Pública gracias a una casualidad,
quienes han tenido el placer de leerla (que es la única forma de poseer una buena
novela: tentándola con la punta de los dedos, repasando el fulgor de las
palabras hasta la madrugada, con los ojos enrojecidos por el desenfreno), la
recomiendan en los escondrijos de los devotos, comentan sus delicias y
encumbran el deseo de los infortunados que no han podido ver uno, siquiera uno,
de sus pliegues.
No todo es cuestión de suerte…ni de método
Mientras tanto,
en las vitrinas y las columnas de las páginas literarias, otras no tan bellas
pero más accesibles, por trasuntos de la buena suerte de las feas, obtienen
favoritismo a cambio de sus favores complacientes.
A diferencia de
su homóloga Irene Damián, Cerco de Amor no tuvo, ni
siquiera, la ocasión de morir a manos de su autor quien, por el contrario, la
entregó con esa humildad, contigua al orgullo de artesano acostumbrado a la
obra de sus manos, a sus amigos para que la padecieran y la gozaran en un solo
y mismo acto.
No todo es,
pues, cuestión de suerte. Ni de método. Tanto hay de azar como de trabajo
persistente y talentoso, de enjundia como de casualidad para que esta novela de
Miguel Torres (reconocido hombre
de teatro colombiano, fundador del grupo El Local en 1970, autor de una
de las versiones escénicas más fieles a Macondo: La historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada y
de un clásico contemporáneo: La Siempreviva),
pudiese ver la luz en medio de las tinieblas que taponan el panorama editorial
colombiano.
En Bogotá
Pues sucedió
que hace unos años la Alcaldía Mayor de Bogotá convocó un concurso
internacional de algo que llamaron «novela
fantástica con acción en Bogotá» al que Miguel Torres decidió enviar su narración que más bien encajaría,
si de clasificaciones se trata, en una especie de género intermedio entre
periodismo de ficción y crónica roja, desvarío judicial y relato cortesano.
Un jurado de
primera línea le otorgó el premio y ordenó la publicación por cuenta de la
misma entidad que convocó al concurso. Pero el grueso de la edición se mantuvo
guardado en los sótanos de la burocracia municipal, (quien sabe dónde estarán
ahora, en esta administración de Petro
que tantas cosas ha desempolvado) suspirando en pro de la ventura que suele
acompañar las andaduras de las, relativamente, feas.
Sí, ya sé que
eso pasa muchas veces y en todas partes. Vaya que lo sé. Aquí lo curioso es que
la historia de Irene Damián está en riesgo inminente de encontrar el
mismo trágico destino que tuvo su difunta
protagonista, a quien la muerte, detrás del cerco de su
traslúcida belleza, hundió en el infierno que es el olvido inmerecido.
Foto de Miguel Torres por @CarlosDuque