—Esto está cada vez más enredado, confuso, oscuro. De arriba piden una cosa los amigos del presidente y ahí mismo piden otra distinta los ministros del Despacho. No sé que hacer. Y esta mañana vinieron de la Embajada con un pliego sobre Usted. Figúrese. ¿Qué hago?

—Lo primero, mantener la calma. Recuerde que en río revuelto. Tranquilo. Y mejor aquí, en su despacho, no tratar esas cosas al detalle. Más bien salgamos a almorzar a un buen sitio. ¿Qué le parece Monte Piace, ah?

—De acuerdo. Después de Usted.

—Exquisita, sin duda. No hay como una buena Angus argentina de reciente cosecha. Y el vino, de Mendoza. Fabuloso.

—Pues, como le venía diciendo, veo muchas complicaciones en el ambiente con eso de los enfrentamientos solapados entre la gente que rodea al Presidente, que nunca se conforma con su tajada.

—Eso es porque usted no les explica que cada comisión es una y punto. Que aquí no hay alargues como en el fútbol ni ampliación del contrato. Al que no le así pues que pierda la mano.

—Pero, es que hay algunos con unas agallas. Sobre todo los nuevos ministros. Vienen con hambre.

—¿Y quién ha dicho que esos pueden pedir algo? No. Ellos, todos, son cuota de alguien y las cuotas se dan, no piden. Lo que tiene que hacer es manejar las cosas de tal manera que favorezcan al padrino y más nada. No hay de otra.

—Y, ¿qué hago con los íntimos de su Majestad, el estrecho circulito, como dice esa insoportable lengua viperina de la Helena Barvo?

—Lo de siempre. Contratos. Pero por sectores, para que no se peleen entre ellos. Y con acuerdos muy claros: la cuota de su Majestad es sagrada. ¡A su salud! Esto está definitivamente muy bueno.

—¡A la suya! Sí. No ha probado el provolone que está sublime. Entiendo. Es cosa de volver a reunirlos.

—Parece que Usted fuera un principiante. ¡Se me estará volviendo estúpido o güevón? Nada de reuniones. ¿No ve que así es que se le soliviantan? De a uno en uno. Y los más retrecheros déjelos para lo último. Eso sí. Me mantiene informado.

—Desde luego, Doctor. Lo que se le ofrezca.

—A mí no se me ofrece nada. Yo soy el que siempre está ahí, como un santo obispo, cuidando que los pastores no descuiden el rebaño, atento a aconsejar lo mejor para la gente. Más bien cuénteme que le dijeron los gringos.

—Palabras más, palabras menos, que necesitan saber cómo es que usted está manejando las cosas de las exportaciones, pues sospechan que algunos dólares pueden tener polvo blando en los bordes.

—¡Santo Dios! Esto hay que repetirlo. ¡Manuel, otra botella del mismo. Pero pronto! Te apetece más ensalada.

—No gracias. No quiero quitarle espacio a la carne. Está, como se dice, de antología.

—Insinúales que dirijan sus investigaciones hacia donde debe ser. Que averigüen por los movimientos de La Firma.

—¿Está seguro, doctor? ¿La Firma? ¿Eso no es muy arriesgado?

—El que nada debe. ¿Es de la misma cosecha? Espere y pruebo a ver si es cierto.

—Si Usted lo dice, pues para allá se los mando.

—Lito estará preparado para recibirlos como se merecen. El está al tanto de todas las cuestiones. Al fin y al cabo, La Firma es suya. Yo nada tengo que ver en eso.

—¡Ah! Entiendo. Pero ¿No será que al que quieren es a usted?

—A mí como para qué. Yo solo tengo experiencia y paciencia. Paciencia para dedicarle a mis amigos todo el tiempo que necesiten, para ayudar a guiarlos en sus dificultades, como a usted. Ya la experiencia son los recuerdos. Yo vivo de los recuerdos y de conversar con los amigos.

—Noble labor la suya, Doctor. Y muy generoso de su parte, considerarme uno de sus amigos. Sabe que siempre estoy a sus órdenes.

—¿Coñac? Sí, creo que esto se merece un buen habano. Pero, Manuel, sírvelo en el salón Y que nadie nos vuelva a interrumpir. No soporté un instante más en la mesa. Mire, qué ostentación de almuerzo nos hemos dado. Verá como se digiere con una buena conversación.